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DESDE LO MÁS PROFUNDO DEL INFIERNO
Juana Castillo Escobar ®
- Desde lo más profundo del infierno, surge una llamarada de amor que, lógicamente, ni te la esperas –asevera la mujer con gesto serio y voz suave-. Yo que lo he vivido, que vengo de allí, puedo confirmarlo.
Se remueve en el sillón de fibra sintética y madera de teca como si miles de agujas se le clavaran en la piel. Observa con curiosidad al joven que, magnetófono en mano, aguarda sus palabras con verdadera impaciencia. Más que observarlo lo estudia como el científico que busca en el microscopio el origen de la vida. Es de baja estatura, tez morena, pelo largo y ondulado; los ojos, de un color miel transparente, son acariciadores, tranquilos, dignos de confianza. Y esa confianza es la que le ayuda a ella a abrir su corazón a un desconocido.
- ¿Para qué publicación me dijo que es la entrevista?
- “Mujeres al límite” –responde el chico que acaba la frase con una amplia sonrisa.
- Mujeres al límite. Mujeres al límite –repite ella en un tono casi inaudible-. Sí, yo sé de eso: de vivir al límite, hundida hasta las pestañas en la mugre pestilente de este mundo. En un infierno que tenemos ahí al lado y nadie quiere ver… ¿Esto lo estás grabando?
- Es mi tarea, hacer un buen reportaje. Pero, si usted estima que hay algo que no desea que se sepa, yo lo suprimiré. Confíe en mí…
- Eso es lo que hago, confiar en usted. Pero, ya sabe: nada de fotos, nada de nombres y apellidos, ninguna descripción de mi imagen –pide ella frotándose las manos, unas manos en las que aún están frescas las huellas de quemaduras y pequeños cortes visibles a pesar de las filigranas de henna pintadas en sus dedos y en el dorso de sus manos, pequeñas y nerviosas.
- ¿Cómo puedo llamarle? –Pregunta él después de haber apagado el magnetófono- ¿Fátima? ¿Zoraida? ¿Yasmín?
- Yasmín. Me gusta. Me trae recuerdos de una amiga…, ella murió. Nada pudo salvarla de aquel mundo angustioso y horrible. De hecho, si he consentido en contestar a sus preguntas, es por ella: para que el orbe todo conozca aquel infierno, un lugar en que la mujer vale menos que un camello, ¿qué digo?, que una cabra sarnosa.
- Bien, Yasmín, cuando usted guste puede comenzar a contarme su historia, o la de su amiga… O la de ambas.
La mujer se aclara la garganta. Se levanta. Alarga su brazo derecho y toma un par de vasos que hay sobre la mesa de mármol y hierro, vierte en ellos, con maestría, un aromático té con hierbabuena. Ofrece uno a su invitado. Con parsimonia vuelve a su asiento, cruza las piernas, se coloca los pantalones bombachos, de algodón blanco, sobre las rodillas, toma su vaso entre las dos manos, cierra los ojos mientras bebe un sorbo de té. Lo paladea con fruición. Al abrir los ojos encuentra los del joven clavados en su cara, le sonríe con timidez pero en el fondo con audacia, con la audacia que le da el ser una superviviente. Mira el jardín desde lo alto del porche. La tarde empieza a decaer y rosas, boj, claveles, petunias, celindas y madreselvas emiten sus mejores aromas. Carraspea de nuevo. Con un movimiento de mano le indica al reportero que puede comenzar a grabar su testimonio. Entonces ella da comienzo a su historia:
- Nací en un pueblo del más profundo Afg… Esto olvídelo. Nada de lugares.
- No tema. Es como si no lo hubiera oído, ni grabado.
- Bien. Sigamos. Soy la séptima hija de una familia compuesta casi toda por hombres: tengo diez hermanos varones. Nada más nacer fui prometida a un comerciante de la aldea. Él era por entonces un hombre todavía joven, de casi cuarenta años. Me casaron con él cuando cumplí los dieciséis. Tardaron tanto en desposarnos porque mi madre ocultó a mi padre y mis hermanos que, desde los once años, había dejado de ser una niña. Ella se apiadó de mí tratando de retrasar mi matrimonio, pero era algo imposible de detener por mucho tiempo. Todo estaba convenido muchos años atrás.
“Las fiestas de nuestros esponsales duraron una semana. Todo el pueblo celebraba la boda del hombre más rico de la aldea con risas, cánticos y alabanzas pues no escatimó sus dádivas a la hora de darlos de comer. Todos fueron felices menos yo. Mi esposo, un hombre ya cercano a la vejez, con olor a rancio, seboso, falto de dientes, entró en mí desde la primera noche como los bandidos que aguardan agazapados y asaltan a las caravanas en el desierto: sin ningún escrúpulo, sin ningún atisbo de ternura…
“Bien sabe dios que, si al menos hubiera mostrado conmigo alguna inclinación amorosa, algún respeto, quizá con los años yo habría podido amarle. Así ocurre y así ocurrirá siempre entre nuestras mujeres: que al final acabamos amando al hombre al que fuimos vendidas. Pero yo, como decía él, “salí respondona, con criterio propio, algo “impropio” entre las “de mi clase”. Y es cierto, muchas cosas de nuestra cultura me asquean: el no poder decir “No” o “Basta ya” cuando algo no me gusta o apetece.
“Mi amiga abrió la brecha. También a ella la casaron con un anciano. Su esposo era mayor que el mío. Tendría 61 ó 62 años, pero aún no había perdido sus fuerzas y, cada noche, la forzaba a mantener relaciones de todo tipo. Entre otras cosas porque necesitaba un heredero. Ella empezó a negarse, a gritar cada vez que no deseaba yacer con él, cada vez que era azotada, cada vez que era vilipendiada. Sus lamentos se escucharon por toda la aldea. Llegó a inventarse la figura de un amante…
- Pero, ¿aquélla mujer tuvo un amante?
- No. Todo lo inventó. Quería salir de aquel infierno de cualquier manera. No le importaba cómo.
- ¿Qué le pasó?
- Al final murió lapidada. Su propio padre tiró la primera piedra. No se le ocurrió que todo pudiera ser una farsa, un invento para huir de tales vejaciones y tanto dolor. Entre tanto también yo aguantaba. Fueron diez años horribles. Una vez intenté quitarme la vida, pero las heridas no eran lo suficientemente profundas como para causarme la muerte –Yasmin enseña al joven sus muñecas, tiene la piel arrugada por los cortes, luego las esconde en las mangas de la blusa-… Mi esposo buscaba a toda costa, al igual que el de mi amiga, tener un hijo pero éstos no llegaban. Unos porque yo no quise, otros porque no llegaron a cuajar. Se volvió iracundo, malvado…
“Un día llegó a casa con Raschid, el hijo mayor de una de sus hermanas. Lo trajo para que le ayudase en la tienda y él poder ociar y dedicarse a sus visitas placenteras y de negocios. Lo trataba mejor que a mí, pasó a ser el hijo tan deseado, pero eso no le hizo desistir en sus violencias conmigo.
“La gente es cruel, te ve llorar, arrancarte los cabellos porque tu esposo te maltrata y mira hacia otro lado: es lo que se espera de él.
“Intenté quitarme de nuevo la vida después de una paliza que me dejó medio muerta. Él, sin apiadarse de mí, salió a sus quehaceres. Nos quedamos solos en casa Raschid y yo. Lo cierto es que jamás, en al menos dos años, cruzamos una sola palabra pero mi corazón supo desde el principio, desde que se cruzaron nuestras miradas por primera vez, que el amor nos tomaba en volandas llevándonos sobre sus alas. Raschid curó mis heridas, no sólo con ungüentos y vendajes, sino con palabras y hechos.
“No podía creer que un hombre pudiera ser tan tierno, tan amoroso, tan…
“El caso es que en lo más profundo del infierno aquel surgió el amor, llamaradas de amor que nos era imposible ocultar.
- ¿Su esposo la dejó marchar?
- ¿Marchar? No. Yo soy de su propiedad. Raschid y yo logramos huir. Mi madre nos ayudó, ella es una mujer instruida y rica pues heredó de su padre todo el patrimonio familiar. Gracias a ella, y a los trabajos de joyería fina de Raschid, hemos conseguido esta casita en este pueblo escondido… Cuanto más escondidos vivamos, mejor. Más difícil le será a él dar con nuestro paradero. Si nos encuentra nos matará por eso no quiero que se sepa quién soy…
- Pero su historia puede darle una pista.
- Estamos demasiado lejos. Confío en que, además de no saber leer, hay miles de historias como la mía. Lo que no hay son miles de mujeres que, al final, hayan encontrado el amor en el más profundo de los infiernos.
Juana Castillo Escobar ®
- Desde lo más profundo del infierno, surge una llamarada de amor que, lógicamente, ni te la esperas –asevera la mujer con gesto serio y voz suave-. Yo que lo he vivido, que vengo de allí, puedo confirmarlo.
Se remueve en el sillón de fibra sintética y madera de teca como si miles de agujas se le clavaran en la piel. Observa con curiosidad al joven que, magnetófono en mano, aguarda sus palabras con verdadera impaciencia. Más que observarlo lo estudia como el científico que busca en el microscopio el origen de la vida. Es de baja estatura, tez morena, pelo largo y ondulado; los ojos, de un color miel transparente, son acariciadores, tranquilos, dignos de confianza. Y esa confianza es la que le ayuda a ella a abrir su corazón a un desconocido.
- ¿Para qué publicación me dijo que es la entrevista?
- “Mujeres al límite” –responde el chico que acaba la frase con una amplia sonrisa.
- Mujeres al límite. Mujeres al límite –repite ella en un tono casi inaudible-. Sí, yo sé de eso: de vivir al límite, hundida hasta las pestañas en la mugre pestilente de este mundo. En un infierno que tenemos ahí al lado y nadie quiere ver… ¿Esto lo estás grabando?
- Es mi tarea, hacer un buen reportaje. Pero, si usted estima que hay algo que no desea que se sepa, yo lo suprimiré. Confíe en mí…
- Eso es lo que hago, confiar en usted. Pero, ya sabe: nada de fotos, nada de nombres y apellidos, ninguna descripción de mi imagen –pide ella frotándose las manos, unas manos en las que aún están frescas las huellas de quemaduras y pequeños cortes visibles a pesar de las filigranas de henna pintadas en sus dedos y en el dorso de sus manos, pequeñas y nerviosas.
- ¿Cómo puedo llamarle? –Pregunta él después de haber apagado el magnetófono- ¿Fátima? ¿Zoraida? ¿Yasmín?
- Yasmín. Me gusta. Me trae recuerdos de una amiga…, ella murió. Nada pudo salvarla de aquel mundo angustioso y horrible. De hecho, si he consentido en contestar a sus preguntas, es por ella: para que el orbe todo conozca aquel infierno, un lugar en que la mujer vale menos que un camello, ¿qué digo?, que una cabra sarnosa.
- Bien, Yasmín, cuando usted guste puede comenzar a contarme su historia, o la de su amiga… O la de ambas.
La mujer se aclara la garganta. Se levanta. Alarga su brazo derecho y toma un par de vasos que hay sobre la mesa de mármol y hierro, vierte en ellos, con maestría, un aromático té con hierbabuena. Ofrece uno a su invitado. Con parsimonia vuelve a su asiento, cruza las piernas, se coloca los pantalones bombachos, de algodón blanco, sobre las rodillas, toma su vaso entre las dos manos, cierra los ojos mientras bebe un sorbo de té. Lo paladea con fruición. Al abrir los ojos encuentra los del joven clavados en su cara, le sonríe con timidez pero en el fondo con audacia, con la audacia que le da el ser una superviviente. Mira el jardín desde lo alto del porche. La tarde empieza a decaer y rosas, boj, claveles, petunias, celindas y madreselvas emiten sus mejores aromas. Carraspea de nuevo. Con un movimiento de mano le indica al reportero que puede comenzar a grabar su testimonio. Entonces ella da comienzo a su historia:
- Nací en un pueblo del más profundo Afg… Esto olvídelo. Nada de lugares.
- No tema. Es como si no lo hubiera oído, ni grabado.
- Bien. Sigamos. Soy la séptima hija de una familia compuesta casi toda por hombres: tengo diez hermanos varones. Nada más nacer fui prometida a un comerciante de la aldea. Él era por entonces un hombre todavía joven, de casi cuarenta años. Me casaron con él cuando cumplí los dieciséis. Tardaron tanto en desposarnos porque mi madre ocultó a mi padre y mis hermanos que, desde los once años, había dejado de ser una niña. Ella se apiadó de mí tratando de retrasar mi matrimonio, pero era algo imposible de detener por mucho tiempo. Todo estaba convenido muchos años atrás.
“Las fiestas de nuestros esponsales duraron una semana. Todo el pueblo celebraba la boda del hombre más rico de la aldea con risas, cánticos y alabanzas pues no escatimó sus dádivas a la hora de darlos de comer. Todos fueron felices menos yo. Mi esposo, un hombre ya cercano a la vejez, con olor a rancio, seboso, falto de dientes, entró en mí desde la primera noche como los bandidos que aguardan agazapados y asaltan a las caravanas en el desierto: sin ningún escrúpulo, sin ningún atisbo de ternura…
“Bien sabe dios que, si al menos hubiera mostrado conmigo alguna inclinación amorosa, algún respeto, quizá con los años yo habría podido amarle. Así ocurre y así ocurrirá siempre entre nuestras mujeres: que al final acabamos amando al hombre al que fuimos vendidas. Pero yo, como decía él, “salí respondona, con criterio propio, algo “impropio” entre las “de mi clase”. Y es cierto, muchas cosas de nuestra cultura me asquean: el no poder decir “No” o “Basta ya” cuando algo no me gusta o apetece.
“Mi amiga abrió la brecha. También a ella la casaron con un anciano. Su esposo era mayor que el mío. Tendría 61 ó 62 años, pero aún no había perdido sus fuerzas y, cada noche, la forzaba a mantener relaciones de todo tipo. Entre otras cosas porque necesitaba un heredero. Ella empezó a negarse, a gritar cada vez que no deseaba yacer con él, cada vez que era azotada, cada vez que era vilipendiada. Sus lamentos se escucharon por toda la aldea. Llegó a inventarse la figura de un amante…
- Pero, ¿aquélla mujer tuvo un amante?
- No. Todo lo inventó. Quería salir de aquel infierno de cualquier manera. No le importaba cómo.
- ¿Qué le pasó?
- Al final murió lapidada. Su propio padre tiró la primera piedra. No se le ocurrió que todo pudiera ser una farsa, un invento para huir de tales vejaciones y tanto dolor. Entre tanto también yo aguantaba. Fueron diez años horribles. Una vez intenté quitarme la vida, pero las heridas no eran lo suficientemente profundas como para causarme la muerte –Yasmin enseña al joven sus muñecas, tiene la piel arrugada por los cortes, luego las esconde en las mangas de la blusa-… Mi esposo buscaba a toda costa, al igual que el de mi amiga, tener un hijo pero éstos no llegaban. Unos porque yo no quise, otros porque no llegaron a cuajar. Se volvió iracundo, malvado…
“Un día llegó a casa con Raschid, el hijo mayor de una de sus hermanas. Lo trajo para que le ayudase en la tienda y él poder ociar y dedicarse a sus visitas placenteras y de negocios. Lo trataba mejor que a mí, pasó a ser el hijo tan deseado, pero eso no le hizo desistir en sus violencias conmigo.
“La gente es cruel, te ve llorar, arrancarte los cabellos porque tu esposo te maltrata y mira hacia otro lado: es lo que se espera de él.
“Intenté quitarme de nuevo la vida después de una paliza que me dejó medio muerta. Él, sin apiadarse de mí, salió a sus quehaceres. Nos quedamos solos en casa Raschid y yo. Lo cierto es que jamás, en al menos dos años, cruzamos una sola palabra pero mi corazón supo desde el principio, desde que se cruzaron nuestras miradas por primera vez, que el amor nos tomaba en volandas llevándonos sobre sus alas. Raschid curó mis heridas, no sólo con ungüentos y vendajes, sino con palabras y hechos.
“No podía creer que un hombre pudiera ser tan tierno, tan amoroso, tan…
“El caso es que en lo más profundo del infierno aquel surgió el amor, llamaradas de amor que nos era imposible ocultar.
- ¿Su esposo la dejó marchar?
- ¿Marchar? No. Yo soy de su propiedad. Raschid y yo logramos huir. Mi madre nos ayudó, ella es una mujer instruida y rica pues heredó de su padre todo el patrimonio familiar. Gracias a ella, y a los trabajos de joyería fina de Raschid, hemos conseguido esta casita en este pueblo escondido… Cuanto más escondidos vivamos, mejor. Más difícil le será a él dar con nuestro paradero. Si nos encuentra nos matará por eso no quiero que se sepa quién soy…
- Pero su historia puede darle una pista.
- Estamos demasiado lejos. Confío en que, además de no saber leer, hay miles de historias como la mía. Lo que no hay son miles de mujeres que, al final, hayan encontrado el amor en el más profundo de los infiernos.
Madrid, 30-31 de Mayo de 2006
4 comentarios:
Conmovedora, desgarradora y desgraciadamente muy real la historia que ofreces, magníficamente narrada. Ojalá fuera ficción, ojalá esos infiernos no estuvieran semi ocultos a la vuelta de la esquina o a la vista de todos, en lugares en donde la mujer es ultrajada constante e impunemente, como si fuera lo natural, como si lo mereciera por el hecho de ser mujer.
Te mando un cariñoso abrazo.
María Eugenia Mendoza
Hola Juana:
¿Qué tal estás? paso a dejarte un saludo.
Besos
Mónica
Preciosa historia, aunque a mi me deje mala, ya sabes como me quedé después de leer Mil soles esplendidos, si fuera ficción me quedaría igual, pero por desgracia sigue ocurriendo cada nuevo día. Un beso enorme.
Excelente y conmovedora historia querida Juana, una realidad que nos sigue azotando día a día, el infierno en el que viven miles de mujeres, ojalá algún día se termine esa lacra.
Fbuloso, te felicito, mi enhorabueno por esta historia, realmente me estremeció.
mil besos y te sigo
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