viernes, 17 de octubre de 2008

Un relato otoñal

Imagen obtenida en Internet

Una estación llamada soledad
Juana Castillo Escobar ®



Amado llegó corriendo del colegio, puntual, con la idea de encerrarse, como acostumbra, en el gabinete (un salón rectangular de suelo de baldosa cocida, en tonos verdes, y con una greca bordeándolo). Para él se trata de la habitación más acogedora de la casona donde suele preparar los deberes y leer alguno de los libros prohibidos que tanto llaman su atención. Fuera llueve a cántaros. Empapado como está, estornudando, atraviesa el largo pasillo de madera. Las botas suenan chof-chof-chof a cada paso, y sus huellas se marcan sobre la tarima aún brillante y con olor a cera. El muchacho pregunta en su camino hasta el gabinete, más que nada por quitarse miedos infantiles:
- ¡Hola! ¿Es que no hay nadie en casa? ¿Dónde os habéis metido?
Silencio.
Al entrar corriendo en la habitación, las botas mojadas le hacen resbalar y caer al suelo. Y, de pronto, inexplicablemente, comienza a llorar. Ahora grita como un poseso:
- Me he clavado la esquina de la mesa en mitad del trasero. Casi me lo parto. ¿Es que no hay nadie en casa que me pueda ayudar? ¿A nadie le importa lo que me ocurre? ¿Por qué me castigáis dejándome solo?
El vacío es lo único que obtiene por respuesta. Está, como ocurre invariablemente los últimos meses, solo en casa. Es más, hoy no tiene el arrullo de los gorriones jugueteando en la baranda del balcón, también ellos le abandonan. Fuera hace mucho frío, el cielo tormentoso no para de volcar litros y litros de agua que el fuerte viento arrastra hasta los cristales del gabinete. Amado llega a la triste conclusión que de nada sirve su llanto histérico. Considera que lo mejor es callarse, el llorar es un gasto inútil de energía. Más tranquilo se levanta del suelo. Mira a su alrededor con ojos de búho. Al menos, han tenido la delicadeza de encender la chimenea, podrá calentarse al amor de la lumbre, secar sus cabellos revueltos y ensortijados de un castaño clarito y muy brillantes, o los pies empapados, mientras disfruta del aroma a resina que desprenden las teas al arder.
- Pues yo no voy a ser tan delicado -gruñe-. Las manchas de las botas sobre la madera del pasillo pienso dejarlas. Mi madre chillará al verlas. Dirá que le estropeo el barnizado, que soy un vándalo incorregible, que le pongo los nervios de punta y no sé cuántas cosas más... ¡Todo me importa una mierda! ¿Oís? Como estoy solo digo lo que quiero: mierda, mierda, mierda...
Una idea se le vino a la mente. Fue como la arcada anterior al vómito. Si saber bien por qué aquel pensamiento le produjo náuseas: los adultos le parecían seres incomprensibles. Tanto, que no lograba entenderlos. Recuerda con ternura un tiempo no lejano, cuando era algo más pequeño, en el que los mayores trataban de llamar su atención. Le hacían tantas carantoñas que terminaban por incomodarle. Los más circunspectos amigos de su padre no dudaban en hacer el payaso ante él cuando éste le llevaba a su enorme despacho en la Bolsa. También las amigas del Ropero de su madre se excedían en sus parabienes tirándole pellizcos en las mejillas, llenas y sonrosadas, besuqueándoselas y llenándolas de baba o carmín; sin recato reían sus gracias las soirées de partida en el gabinete, cuando aún hacía frío, envueltas en Chanel número 5, Miss Dior o Aires de Loewe. Ahora su madre salía de casa todas las tardes: unas a tomar el té con las señoritas de Nosécuántos, otras al gimnasio, otras a colaborar con una ONG con el fin de ayudar a los niños necesitados del África negra... Siempre estaba ocupada, siempre fuera de casa, pero atendiendo a otros que no eran él. Un día, de repente, su madre decidió que ya no precisaba de los cuidados de la Tata. Todo lo bueno había desaparecido. ¿Por qué?, se preguntaba Amado. ¿Por qué? ¿Tan malo era? Tras dar muchas vueltas a la cabeza llega a una dolorosa conclusión ayudado al ver su imagen reflejada en el gran espejo de marco rococó y cubierto de pan de oro que colgaba de una de las paredes: había crecido tanto en aquellos meses que, en alguna ocasión, llegó a pensar que no se detendría más. Todo el encanto de la infancia lo perdió al dar comienzo a una transformación que lo estaba convirtiendo en un mozalbete larguirucho, con un cuello al que le empezaba a asomar una feísima prominencia, una voz que pasaba del más fino agudo al grave más profundo, y unos granos insufribles que estaban tomando posesión de su cara. No era extraño que ya no le prestaran ninguna atención. Quien más se preocupaba por él era el psicólogo a quien visitaba dos veces por semana. Éste le decía:
- Amado, lo que pasa contigo es que eres un niño que aventajas a todos los de tu edad. Piensas más de lo que debes. De siempre has sido demasiado precoz, en todo. A nadie se le ocurriría decir lo que me dijiste cuando tenías siete años: si tan amado eras para tus padres, que te pusieron incluso este nombre que tanto te disgusta, ¿por qué te tienen tan abandonado? ¿Al cuidado de la Tata? ¿Solo? Hoy opinas que deberían llamarte Ignoro... Procuraré hablar con ellos en un momento que encuentren libre.
El muchacho sabe que sus ocupaciones no les permitirán hablar con él. Lo mejor es lo de siempre: resguardarse en el gabinete, no sólo para preparar las clases, sino también para vivir en otros mundos excitantes aventuras, traspasar ámbitos prohibidos, salvaguardados en aquellos viejos y polvorientos tomos. Algún día escribirá su historia, en el gabinete que tanto le inspira. Por ahora se encuentra expectante. Se siente como un viajero que aguarda la llegada de un tren que le conducirá a un mundo diferente, al mundo que él mismo logre construir. Por ahora aguarda en una estación llamada soledad, un alto en su camino de niño a hombre. Pero no importa. Nada importa. En voz alta se alenta a sí mismo:
- El tiempo pasa, me haré mayor... Llegarán los años en que yo cuente...
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Nota.- Este relato está publicado también en la página Web www.estandarte.com. Pertenece al cuaderno Relatos para las cuatro estaciones, y dentro de él al apartado del Otoño. Este cuaderno y sus relatos están registrados en el Registro de la Propiedad Intelectual en fecha 16 de Agosto de 2005-Nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de marzo de 2008.

sábado, 4 de octubre de 2008

Una imagen, un poemita al estilo japonés

Giuseppe Arcimboldo - El otoño, 1573



0026 ®


Se escondió la luz

Y llegaron las sombras.

Nació el otoño.



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Nota.- Este poemita pertenece al Cuaderno de haikus en el que estoy trabajando.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Publicación del primer libro del Taller Literario que dirijo


Pluma y Tintero tiene el placer de invitarte a la presentación y lectura de la antología Un sueño dorado, primer libro de relatos del Taller.
El acto tendrá lugar en el Centro Cultural “Pablo Picasso” el próximo día 13 de octubre, lunes, a las 19 horas. Calle Seseña, nº 9.
Autobuses: 25 – 55 – 138
Metro: Casa de Campo, Campamento y Aluche.
Nos encantará encontraros allí,
Las autoras.
Madrid, 27 de Septiembre de 2008
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Nota.- Todo aquel que desee un ejemplar puede solicitarlo y se le enviará por correo postal contra reembolso de 14 €, más los costos devengados por gastos de empaquetado y envío.
Contactar vía e-mail con Juana Castillo:
plumaytintero@yahoo.es
Tenéis que mandar: nombre y apellidos, dirección (calle, número, piso), código postal, provincia y país.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Para darle la bienvenida al otoño... Un relato.

OCASO ®

Juana Castillo Escobar




Había comenzado a anochecer. Por momentos las nubes se teñían de tonos que iban del coral al violeta. Hiela. El otoño se ha presentado antes de tiempo y mucho más desapacible de lo habitual.Cuando el parque quedó vacío de los escasos niños que aún jugaban en él, Adán permaneció sentado en uno de los bancos de madera. Observa el entorno. Su entorno. Ahora lo envuelve un fantasmagórico silencio que él rompe con su voz entrecortada y gangosa:
-Ya puedo acercarme hasta mi contenedor.
Con parsimonia Adán se levanta del asiento. Camina encorvado y se acaricia las barbas. Sonríe mientras contempla cómo de las ramas, ya casi desnudas, se van desprendiendo las hojas secas. Enajenado baila con ellas que caen al suelo al compás de la música que les marca el viento. Este, al principio, es fina brisa; instantes después sopla con fuerza y barre, inmisericorde, el mullido y policromo tapiz que poco antes él mismo ayudó a formarse. Pero el cambio le viene muy bien a Adán pues las hojas están ahora amontonadas junto al contenedor, a su contenedor, en el que intenta encender una fogata. Encorvado sobre el fuego lo remueve con ramas secas que después echa en la hoguera. Las llamas, altas, hacen bailotear la sombra de su nariz prominente por toda su cara. Continúa sonriendo. A través de sus finos labios se adivinan unos dientes pequeños y amarillos de sarro.De improviso el sol cayó y todo quedó a oscuras. Un quejoso ladrido rompe el creciente silencio y hace que Adán se yerga y mire hacia atrás.
-¡Ya vienen estos apestados! ¿Acaso no saben que el parque es mío? ¿Qué es propiedad familiar?… Y, como siempre, querrán calentarse en mi fogata.
Leo, el perro cojo y matalón que acompaña a los recién llegados, se acerca a Adán con lentitud (hay que tener en cuenta, querido lector, que el animalito es cojo de la pata trasera izquierda, además de presentar múltiples heridas y bocados que luce su piel enferma por lo que, es obvio, su salud es más que precaria y no le permite, por tanto, correr). Como decía, Leo se acercó a Adán con lentitud y restregó su lomo, cariñoso, contra el viejo abrigo del primero. Este grita enloquecido:
-¡Quitadme esta bestia sarnosa de encima o lo aso para la cena!
Uno de los recién llegados silba y Leo deja sus carantoñas para otro momento.Se trata de una pareja de unos veinticinco años, tal vez menos, de mugrosos drogadictos. Caminan hasta el contenedor y saludan a Adán. Éste no se digna a levantar la vista. Mueve la cabeza de uno a otro lado. Ha dejado de sonreír. De repente exclama:
-Estaban aquí. Hace un momento estaban aquí mismo. Los habéis asustado y han desaparecido.
-¿Quiénes han desaparecido, tío? Aquí sólo estamos nosotros cuatro. Bueno, cinco, porque se acerca por ahí enfrente una vieja cargada con la casa a cuestas.
Adán continúa con su tema:
-Los he visto. Tal y como te veo a ti y a la sucia de tu novia…
-No te consiento…
-No me consientas lo que quieras, pero los he visto. Han salido de la hoguera para decirme que debo volver a casa y hacer valer mis derechos. Que todo esto es mío… Pero al escuchar los ladridos, de repente me han hecho burla y se han ido.
-Joer…, y luego dicen que yo alucino cuando me meto un pico. Tío, tú no te quedas atrás. Estás peor que yo.
Al decir esto Adán monta en cólera. Grita frenético:
-Yo no estoy mal. No estoy loco como quieren hacerme creer mi padre, mi madrastra, médicos, enfermeras y, ahora, también vosotros. Los he visto… Si no me crees márchate a otro lado con tu novia y el sarnoso de tu perro. El fuego lo he encendido yo. Es mío. Largo. Largo.
-Vale, tío, no avasalles, ya nos abrimos. ¡Que pases buena noche con la vieja, ah, y con los fantasmas!
-¡Yo no veo fantasmas, drogata de mierda! Han estado aquí. Juro que han estado aquí…
-Nos largamos. Bajo los pinos pasaremos la noche. Vamos, Leo. Chiqui, muévete, nos fumaremos un par de porritos y a dormir en la gloria…
-No, en la gloria no, en mi parque.
-¡Que te den, loco de mierda!
El viento arrecia. Las ramas, como brazos nudosos, entrechocan. La batalla ha comenzado.La mendiga, una mujer de edad indefinible, casi calva y desdentada, se acerca hasta el contenedor; empuja un carro de hipermercado en el que van todas sus pertenencias. Después de titubear unos instantes, alarga unas manos artríticas y renegridas sobre el fuego, luego las restriega para, un poco después, recorrer con ellas su cara tan arrugada como una pasa. Con ojos vidriosos y voz aguardentosa se dirige a Adán:
-¿Tú también ves apariciones en el fuego?
-¡Déjame en paz, vieja! Hueles mal.
-Yo los veo hace años. Antes no olía mal…, me bañaba todos los días…, me perfumaba…, gustaba a los hombres…, alternaba con ellos. ¿Sabes que fui famosa?
-¿Y a mí qué? Yo sólo sé que, cuando mi madre murió, comenzó mi fin. Primero dejé de hablar a todo el mundo. Luego llegaron mis amigos silenciosos… Mi padre se casó y vendió el parque, mi parque, el parque de mi madre, de mis abuelos… Porque este parque es mío, era mi herencia… Pero yo veía y hablaba con mis amigos silenciosos. Ellos me aconsejaban… Y asusté a mi madrastra. Ella consiguió encerrarme y yo me escapé…
-Te entiendo. Yo también viví bien... Fui una famosa artista de varietés.
La vieja ríe. Tras decir esto alza los brazos y baila; intenta que sus movimientos sean sensuales pero resultan patéticos. Fatigada continúa su explicación:
-Dilapidé verdaderas fortunas en noches de excesos… Ah. Ah. El asma no me deja hablar. Me acurrucaré en este banco, junto a tu fuego… Muchacho, no me gusta dormir sola… Pasaremos la noche en compañía… Si te apetece un trago de aguardiente…, no es coñac francés, pero entona los huesos y me ayuda a conciliar el sueño, a soñar…
-Dejo que te quedes, vieja, con una condición: siéntate de forma que el viento no traiga tus hedores hasta mi nariz. Yo charlaré con mis amigos silenciosos, por eso no quiero aguardiente, deseo estar lúcido durante nuestra reunión. Quizá mañana regrese a casa en busca de lo que me pertenece…
Las farolas hace tiempo que alumbran los rincones más alejados del parque. Despiden una luz amarillenta que alarga los volúmenes y los vuelve indefinidos. La laguna, situada en el centro del jardín, despide aromas a humedad y yerba recién cortada, de ella se desprende una débil neblina. Adán continúa de pie, junto a su fuego. Habla solo. Está decidido: con las primeras luces del día regresará a casa junto con sus amigos los fantasmas, ellos le apoyarán y le servirán de guía ante la intransigencia de los suyos. La pareja de drogadictos, fuertemente abrazados, duerme bajo los pinos. Leo, el perro sarnoso, descansa a su lado hecho un ovillo. Mañana, así lo han decidido ellos también, regresarán a su barrio, en él tienen amigos y una chabola en la que guarecerse del relente de la noche. La niebla se va espesando y el frío se hace cada vez más intenso.La vieja, a pesar de llevar falda sobre falda, sonríe al escapársele el último aliento de vida perseguido por un soplo de viento.
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Nota.- Este relato pertenece al cuaderno titulado "Relatos para las cuatro estaciones" -en el apartado "Otoño"- y presentado en el Registro General de la Propiedad Intelectual el 16 de Agosto de 2005, al que correspondió en nº M-006286/2005, Resolución conforme con nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de Marzo de 2008. También está publicado en la página web: http://www.estandarte.com

martes, 16 de septiembre de 2008

Antes de acabar el verano, un relato breve

Foto Google - Niños mineros
Camino de vuelta
Juana Castillo Escobar ®




Son las cinco de la madrugada y, como todos los días, me encamino al trabajo junto a mi padre. Él es un hombre alto, fornido, algo cargado de espaldas, de voz ronca y tos fuerte. Siempre lleva el pico al hombro. Su rostro, surcado de arrugas, triste y renegrido por el hollín que forma parte de él, no sonríe casi nunca.
Yo soy un niño. Sólo tengo seis años, pero soy imprescindible en la mina, al igual que otros muchos hijos de mineros: nosotros cabemos mejor que los mayores por las pequeñas vetas, somos sus ojos, ratoncillos que buscan por los rincones más estrechos la veta del codiciado metal. Me gustaría ir a la escuela, como van los hijos de los ingenieros, pero soy el primogénito de una larga familia que se dedica a esto por generaciones y de una familia grande que se moriría de hambre si yo no trabajara porque, aunque soy pequeño, mi sueldo es de gran ayuda en casa, así se lo he oído decir a mi padre y así debe de ser. Yo me siento orgulloso y feliz cada vez que bajo al pozo y, con el casco y la linterna, me adentro en las entrañas de la madre tierra. Es como hacer el camino de vuelta hacia el útero. Es como desnacer…
-Eso no se dice. El verbo desnacer no existe.
-Es igual. Mira, algo que he inventado.
Sí, lo recuerdo bien, muchacho. Todas las mañanas pensaba esto. Ahora, después de setenta años, y de haber malvivido, he llegado a la conclusión de que sólo eran ideales románticos, de niño, los que me hacían pensar así. Quería parecerme a mi padre. No pude crecer. ¡Qué lejos estaba de imaginar el infierno que vino pocos años después! Mi padre, aquel coloso renegrido, quedó sepultado bajo toneladas de piedra a causa de una explosión mal dirigida. Y yo, mírame bien, chico, yo me he quedado solo, acogido por caridad en este asilo, donde tú, mi cuidador, me escuchas o haces que me escuchas para tenerme contento. La mina, aquella a la que yo me entregaba con ardor cada mañana me dejó ciego, impotente, tullido, enfermo. No pude ir a la escuela. No pude tener hijos a quien escribirles o contarles mis sueños. Me veo solo, de nuevo de madrugada, a la entrada del túnel que me devolverá, al igual que en mi infancia, al seno de la madre tierra en camino de vuelta, un camino sin retorno.
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Nota.- Este relato también está publicado en la página web www.estandarte.com
Pertenece al cuaderno titulado "El giraldillo (veintiún relatos y un poema)", está registrado en Madrid, nº de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de agosto de 2006.


domingo, 31 de agosto de 2008

Antes de acabar el mes, un relato.




LA CASA ABANDONADA
Juana Castillo Escobar ®



Ángel va por el campo. Lleva una mochila al hombro. Es un chico despierto y juguetón que todo le produce una enorme curiosidad. El día se nubla por momentos. Gruesos y negros nubarrones se forman sobre su cabeza. Ve frente a sí la boca de una cueva algo disimulada tras una mata de retama. Es preciso resguardarse, el aguacero no se ha hecho esperar.
El interior de la cueva está oscuro. Ángel saca un encendedor del bolsillo trasero del pantalón, siempre lo lleva "por si las moscas". La llamita ilumina la entrada de la gruta. Estrecha y fría, sus paredes chorrean agua, del interior llega el silbido del viento. Ni corto ni perezoso el muchacho sigue hacia delante. Se percata que, al fondo de la entrada, hay un repecho; lo sube y encuentra frente a sí un pasillo angosto y oscuro como panza de ballena, pero llamativo y sugerente de aventuras sin fin. Avanza por aquel pasadizo. El mechero se le apaga varias veces.
- Debería haberme fabricado una antorcha, como hacían lo antiguos -masculla entre dientes y risitas-. Con esto no veo una gorda.
Hay un recodo. A su izquierda, peldaños empinados; el pasillo continúa de frente. No se lo piensa dos veces, sube por la escalera de piedra, al fin y al cabo le llevarán a algún sitio. Los peldaños son altos, desiguales, en forma de caracol. Al final de la escalera Ángel se topa con una trampilla.
- ¡Vaya, fin de trayecto! -Suspira desilusionado, al instante se interroga-: ¿Si empujo un poco con el hombro...?
La trampilla cede con trabajo, los goznes chirrían y su lamento se expande por todo el lugar con un sonido que trae y lleva el eco. Pero, al final, la trampilla se abre. Ángel se encuentra en lo que parecen las caballerizas de una mansión. Aún cuelgan las antiguas monturas en travesaños de madera, hay arreos tirados por el suelo, herraduras oxidadas, balas de paja y, suspendida de un clavo, envuelta entre telarañas, una vieja lámpara de aceite.
- ¡Ah -exclama mientras la coge y la enciende-, así se está mucho mejor! ¡Ahora ya puedo ver por donde camino!
Gira sobre sus talones. Lleva la lámpara en la mano derecha, alzada, para iluminar el entorno. En voz alta se pregunta:
- ¿Dónde demonios habré ido a parar? Cuando se lo cuente a mi madre le da algo, con lo miedosa que es.
Con la lámpara de aceite a la altura de los ojos, avanza por las caballerizas. Sale a un patio vacío y allí opta por una de las puertas que está entornada...

Hace apenas dos días que llegó a aquel pueblecito olvidado. Sus padres buscaban paz y sosiego, unas vacaciones diferentes. Él se negaba. Quería veranear en un sitio en el que "vivir aventuras a lo Indiana Jones. ¡Bah, este pueblucho de medio centenar de habitantes no me sirve!" Consideraba que se aburriría como una ostra. Gritó, pataleó, pero no le sirvió de nada, permanecería en aquel lugar durante todo el verano.
Nada más bajar del coche la vio en lo alto del monte, solitaria: "La Casona". Por su aspecto más parecía un castillo abandonado, casi derruido.
A las veinticuatro horas ya estaba preguntando y dándose a conocer:
- Hola, me llamo Ángel, he venido con mis padres a pasar aquí el verano ¿qué se puede hacer en este lugar?
"Pescar", le decían unos. "Cazar", otros. "Caminar por el monte", otros. "Observar las aves..."
Una muchacha a quien preguntó fue quien le habló de la casa, lo que contribuyó a que aumentase cada vez más su intriga:
- Yo no sé mucho. Sólo llevo una semana aquí. Pero, por lo que he oído en estos días, se trata de una casa encantada o maldita. Creo que lleva siglos abandonada. Dicen que está hundida en la montaña. La llaman "La Casona".
- Mañana mismo iré a verla -sentenció el chico con resolución-. ¿Me acompañas?
- No creo que me dejen mis padres. Además, soy muy miedosa y te estorbaría. Cuando vuelvas me lo cuentas.
Así Ángel, incitada su curiosidad, había partido muy de mañana hacia lo alto del monte.
Su madre no paró de recriminarle para que no saliera con frases como: "El día está muy oscuro y amenaza tormenta. Llevamos poco tiempo en el lugar y puedes extraviarte. No es conveniente que te aventures solo por unos parajes que te son desconocidos..."
Todo fue inútil. La curiosidad de su hijo le hacía testarudo y emprendedor. Ya tenía un motivo para quedarse. La aventura le llamaba. Preparó su mochila con unos cuantos sándwiches, agua, un pequeño botiquín y un impermeable y se encaminó hacia el monte, lo que menos se esperaba es que la entrada a la mansión fuera a través de una insignificante cueva.

Tras la puerta que daba al patio, se encontró con lo que, en otros tiempos, fuera la cocina de aquella gran casa: estaba vacía. De ella salió a un largo pasillo, empujó otra puerta y se encontró en el salón, un espacio rectangular, enorme, también vacío. Fue atravesando aposentos, dormitorios, pasillos, salones y salitas. Todo estaba vacío de muebles, vacío de lámparas, vacío de recuerdos, tan sólo existía en ellos polvo, telarañas, unos ajados cortinones de terciopelo granate que cubrían los ventanales y soledad.
Ángel fue avanzando lentamente. Subió por una gran escalera de mármol y llegó a un espléndido salón de baile, vacío también. Anduvo por un pasillo, tras una puerta se encontró con la biblioteca, abandonada. Salió al corredor, empujó otra puerta y tras ésta se vio sumergido en una sala abarrotada de las cosas más dispares: espejos, candelabros, cajas de música, balancines, sillas, sillones, cojines tirados por los suelos, libros, cuberterías, vajillas, cartas amarillentas y empolvadas, joyas y, colgando de la pared del fondo, totalmente limpio, un cuadro en el que una joven de cabellos rubios, ojos profundos y cara de ángel le sonreía dulcemente.
"¡Qué bonita es! -Pensó-. Su cara me resulta familiar, pero no sé bien a quien me recuerda!"
Curioseaba por la habitación cuando se percató de que existía un cuarto contiguo, abrió las cortinas y alzó la lámpara de aceite. Avanzó expectante. Vio ante sí un caballete sobre el que estaba posado otro lienzo. Se acercó: era la misma joven de la otra sala pero ahora iba vestida de amazona. Un pincel, que parecía movido por cuerdas invisibles, rellenaba de color los espacios en blanco. Una voz gutural, de ultratumba, resonó en el gabinete:
- Baja esa luz, me ciega y no puedo continuar mi trabajo.
Ángel dio un respingo. La lámpara de aceite se estremeció en sus manos.
"Esto es una broma, claro. Una broma preparada por los chicos del pueblo", pensó.
- Yo no gasto bromas -le respondió la voz después de leerle el pensamiento.
Creyó morir de miedo, pero la curiosidad era más fuerte que el temor.
- ¿Quién eres? -Preguntó sin saber muy bien hacia donde dirigirse.
- Rodrigo, el dueño y señor de esta casa. Deja de deslumbrarme, por favor, baja la mecha de esa lámpara.
Así lo hizo. A medida que la habitación se quedaba en penumbra, se iba recortando la silueta de un hombre fornido, de nobles rasgos, cabellos y barba dorados que permanecía en pie delante del caballete. En la mano derecha sostenía un pincel.
- Ahora puedo verte -le dijo el muchacho lleno de júbilo.
- Yo te he visto en todo momento. Hacía siglos que no venía nadie por aquí.
- ¿Siglos? Pero, dime de verdad: ¿quién eres?
- Te lo he dicho. Mi nombre es Rodrigo de Montalvo, sexto duque de Torre Hermosa.
- ¿Duque de este pueblo de nada?
- En mi época fue una gran villa pero, tras mi pecado, la gente debió salir huyendo de él y de mí.
- Cuéntame tu historia, por favor -le rogó mientras tomaba asiento en el borde de un polvoriento cojín.
- Pues verás -comenzó Rodrigo-, yo estaba felizmente casado con Clara de Montignac, la joven a la que siempre estoy pintando. Teníamos un hijo: Felipe. Nos amábamos con pasión. También tenía un hermano gemelo, Ramiro, estaba casado y tenía una hija: Lucía. Tanto nos parecíamos que, una vez en que yo salí de viaje a la corte llamado por el rey, mi hermano se hizo pasar por mí y sedujo a mi esposa. Al regresar de improviso, los encontré juntos, me cegaron los celos y los maté a los dos sin escuchar las razones de Clara. Quise acabar también con Felipe, pero la cocinera debió huir con él. Yo me clavé una daga en el costado y fui maldecido con vagar eternamente por mi castillo, en solitario, hasta que un descendiente mío se dirigiera a mí sin miedo, sepultara en sagrado los huesos de Clara, los de mi hermano y los míos.
- Y ¿dónde podré encontrar a alguien que sea pariente suyo después de tantos años?
- En la iglesia, quizá, sepan darte razón de mi estirpe.
Ángel se levantó. Aquel lugar estaba empezando a gustarle. Tenía "trabajo de investigación por delante". Se despidió de Rodrigo con la promesa de regresar y acabar con su vida-muerta o su muerte en vida.
- Aguarda, muchacho, abre esa cómoda…
El joven hizo lo que el espectro le pedía. Una vez abiertos los postigos el duque le dijo:
- Busca y llévate algunos documentos, son papeles en los que viene el árbol genealógico. Y este camafeo, te lo regalo, en él va la imagen de Clara. Quizá alguien, al verlo, pueda ayudar en tus pesquisas.
Fuera había dejado de llover. Olía a tierra mojada y el arco iris sonreía sobre el pueblo. Ángel se encontraba de nuevo en la boca de la cueva. Mientras se estiraba complacido masculló:
- Ahora este pueblucho me parece más interesante que cuando llegué. Tengo una larga tarea. Cuando se lo cuente a papá y a mamá, no se lo van a creer.
Bajó por la ladera de la montaña como alma que lleva el diablo. Tenía prisa por hablar con quien fuera. La primera persona con quien se topó fue con su vecina.
- Hola, Ángel. ¿Has subido hasta la casa? ¿A pesar del mal día?
Los ojos de Clara, los del cuadro, le miraban frente a frente. La carita redonda y la sonrisa de ángel se dibujaban también en la cara de la niña.
- ¿Cómo me dijiste que te llamas? -Preguntó curioso.
- Clara, Clara Montalvo, ¿por qué? No has contestado a mi pregunta.
- Déjalo, tenemos que hablar mucho tú y yo este verano. Tal vez la próxima vez me tengas que acompañar a la casa abandonada. He encontrado un trabajo que te implica y que espero te guste -la niña movió la cabeza dubitativamente. Ángel exclamó con ánimo-: ¡Ya verás, terminará por apasionarte! ¡Hasta tus padres se verán beneficiados! ¡Guau, menudo papelón!
Y, sin darle mayores explicaciones le puso en la palma de la mano el camafeo. Después corrió hasta su casa. Tenía que cambiarse, estar presentable para llegar a la altura de un cometido tan importante como el que se traería entre manos. Supo que su fama crecería desde aquel mismo instante.
Las visitas turísticas no se hicieron esperar...
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Nota.- Este relato está publicado también en la página www.estandarte.com. Pertenece al cuaderno titulado: "El giraldillo (veintiún relatos y un poema)" y registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid. Fecha: 24 de mayo de 2006, nº M-004098/2006. Nº de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de agosto de 2006.


martes, 19 de agosto de 2008

Premio "AMIGOS DE LA HUMANIDAD 2008"

Hace dos meses y un día (parece una condena), alguien que no conozco, me dejó un comentario en mi blog (en la entrada que puse gritando "No a la pedofilia") y, además del comentario, me dejó este premio que siento que no merezco, pero que quiero compartir con todos quienes me visitáis.
Aunque ya haya pasado tanto tiempo no tengo menos que decirte: GRACIAS, Kijiki por esta mención y por haberte fijado en este rinconcito mío que también es tuyo.
Su blog es: http://kijiki.blogspot.com/ y también ha sido condecorado con premio por su amor a las mascotas, FELICIDADES.

Un relato..., para sonreír


HILANDO SINÓNIMOS


Juana Castillo Escobar ®




Mañana de invierno. Un día cualquiera, en una ciudad cualquiera. La jornada, heladora, ha conseguido que la escarcha matutina se haya amalgamado sobre los adoquines formando una peligrosa pista de patinaje por la que Juan Despeño Rueda camina con precaución, teme resbalar. Se dirige hasta la parada del autobús, a pocas manzanas de su casa, para ir al trabajo. Sonríe cada vez que algún convecino, o viandante menos avispado, se despatarra sobre el asfalto y está a punto de besar el suelo. Piensa: Es un día magnífico para circular hilando sinónimos. Ayer conseguí un buen número gracias al frío. Hoy puedo hacer lo mismo a cuenta de la gruesa capa de hielo, pero no serán sinónimos de hielo, no, serán sobre las caídas que produce el hielo, veamos: caída, puede ser de la hoja, de la Bolsa, del pelo…, de cabello yo ando bien, todavía -y acto seguido se mira en la luna de un escaparate, luego se atusa los aladares y anda con más soltura y menos precaución-. A ver, continuemos: descenso, del ascensor…; prolapso, suele sucederle a las mujeres…; decadencia, de la sociedad, de un imperio…; bajada, de interés (eso está bien)…; recaída: o es que te caes dos veces o continúas enfermo…; tumbo…
Entonces Juan Despeño dio el primer tumbo de la mañana. Una baldosa levantada, que no vio, le hizo tambalearse como un tentetieso pero él, presumido por demás, logró enderezase como un junco tras ser acamado por el fuerte viento.
¡Uy -exclama para sí-, qué cerca he estado de darme una buena costalada! Como la señora esa de la acera de enfrente… Despeño no logra aguantar la risa. Las caídas han sido lo que más gracia le han hecho desde que era niño. Las caídas de los demás, no las propias.
Bien, sigamos, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí, los sinónimos! Culada, como la que acabo de presenciar; esa mujer, desde luego, si hubiera tenido nariz en el trasero se la habría machacado; costalada; pechugón; zapatazo; guarrazo; tozolada; revolcón; hocicar…
Con tanto sinónimo, con tanto mirar a uno y otro lado de la calle para ver cómo otros viandantes patinan sobre el hielo, Juan no se da cuenta del pequeño socavón que se abre bajo sus pies. Da un paso, pierde el equilibrio, sus piernas, muy largas, es como si se le anudaran y rueda por la acera aterrizando unos pocos metros más allá. Acaba empotrado en la boca abierta de una alcantarilla, de tal forma, que no hay modo de sacarle. Los usuarios del autobús, que aguardan en la parada cercana, rompen la fila para tratar de ayudar a aquel hombre que ha quedado hecho una uve frente a sus ojos. Unos le miran con cara de espanto; otros quieren ayudar, preguntarle cómo se encuentra, pero la risa no les permite abrir la boca por miedo a soltar una carcajada; otros, los más osados, asiéndole por los hombros, intentan desempotrarle de la voraz alcantarilla que no suelta su presa así como así. Juan pide con un hilo de voz:
- Déjenme. Por Dios, no tiren de mí. Creo que me he roto.
Alguien avisa a los bomberos. Estos llegan a los pocos minutos. Tras evaluar la situación, y los posibles daños, traen del coche un arnés que le pasan a Juan bajo los brazos, luego lo atan a su pecho, después lo sujetan al grueso tronco de un plátano centenario. Bien seguro el accidentado, dos bomberos fueron cortando con una cizalla de grandes dimensiones el hierro en torno a la boca de la alcantarilla. Una vez rescatado, los espectadores prorrumpen en vítores y aplausos dedicados al valeroso cuerpo de bomberos. Llega el autobús y, rápido, desaparecen todos los mirones. Sobre la acera helada, desplomado, aguarda Juan la ambulancia. El jefe de los bomberos que le han atendido le dice que se teme que tenga roto algo más que el traje. En soledad, mientras espera, continúa hilvanando sinónimos: he besado el suelo; menudo costalazo; quién me iba a decir que me apearía del burro por las orejas; creo que esto es algo más que la rotura del traje: estoy reventado, destruido, aplastado, partido, rasgado, herido, en carne viva, infecto, ¡¡¡coronel no sé qué, no siento las piernas!!! Creo que me estoy apagando…, pero, ésta, ha sido la mejor culada que he visto en toda mi vida…, si no se tratara de la mía.
________
Nota.- Este relato pertenece al cuaderno titulado "Relatos para las cuatro estaciones" -en el apartado "Invierno"- y presentado en el Registro General de la Propiedad Intelectual el 16 de Agosto de 2005, al que correspondió en nº M-006286/2005, Resolución conforme con nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de Marzo de 2008. También está publicado en la página web:


sábado, 9 de agosto de 2008

Tras las vacaciones, una imagen y un poema.


El viento del otoño

Juana Castillo Escobar ®


El viento del otoño
Barre, de mi acera,
Las hojas muertas
Que el estío ajó.

El viento del otoño,
Susurra en mi oído,
Algunas canciones viejas
Que tu amor me dedicó.

El viento del otoño,
A veces cálido aún,
A veces frío
Nos augura una larga separación.

El viento del otoño
Mueve las ramas vacías
En el eterno combate
Entre el olvido y el amor.

El viento del otoño
Pinta de amarillo y rojo
Los colores
De la desesperación.

El viento del otoño
Trae consigo
Melancolía, anhelo, ternura,
Deseo, olvido, esperanza, desamor…


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Nota.- Este poema fue publicado en 2007 en el Libro de poetas editado por Aires de Córdoba. Forma parte del cuaderno semi-inédito: "Amor callado, amor secreto", y está registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual del Madrid - Núm. Expediente: 12/RTPI-009387/2005 Núm. Solicitud: M-008993/2005 Ref. Documento: 12/062132.4/05 Fecha: 1 de Diciembre de 2005 Hora: 11,59.












sábado, 5 de julio de 2008

Antes de las vacaciones, un relato.

El hijo ®
Juana Castillo Escobar



Anochece. El cielo púrpura, cubierto de nubes densas con bordes renegridos, amenaza tormenta de granizo o nieve. El frío es intenso.
En la casa, las luces del salón están encendidas, la temperatura es sofocante.
Sentado en una de las esquinas de la sala, en una mecedora de mimbre, un hombre pulsa el mando a distancia. Cambia los canales de televisión en busca de algo que no parece encontrar. Frente a él, hundida en una esquina del tresillo, una mujer cose y observa por encima de los lentes los movimientos de la pantalla. Enfadada rezonga:
- ¿Por qué demonios no paras de una vez? Estás mareando al aparatito, al televisor y a mí.
- Me extraña. Tú no estás viendo la tele. En cuanto a los aparatos, no se quejan... Levántate y tráeme algo fresco de la nevera. Tengo seca la garganta. Aquí dentro hace un calor infernal.
Los ojos de la mujer se nublan. En un principio piensa responderle que sea él quien se levante, que mueva su fofo y seboso culo de la mecedora, que ella no es su criada, pero lo piensa mejor y, sumisa, se acerca a la cocina, abre la nevera y de ella saca un bote de cerveza.
- ¿Es que te has perdido por el camino?
- ¡Ya va! ¡Qué prisas tienes! Toma, y que te aproveche.
- Encima con recochineo. ¿Quieres tener polémica?
Recochineo el tuyo, piensa la mujer, pero se abstiene de decirlo en voz alta. A la pregunta de él responde con delicadeza:
- No, no quiero tener polémica. Preferiría hablar como las personas. Tener una charla civilizada.
-¿Y qué es eso?
- Ya sé que lo has olvidado. También yo me estoy olvidando de cómo intercambiar palabras con los demás desde...
- ¡Cómprate un loro y dale la vara a él!
Da un trago largo, eructa con fuerza, tal y como le enseñó su padre, tal y como enseñó él a su hijo, tal y como deben hacer los hombres. Pulsa de nuevo el mando. Salta de un canal a otro. Cosa extraña, hoy no hay fútbol ni en directo ni en diferido por ninguna parte. En uno de los canales ve un trozo de película lacrimógena, en otro parte de un concurso y en los restantes montañas de anuncios. Enciende un cigarrillo y le da una larga calada, expulsa el humo por la boca formando pequeños aros azulados. Sabe que a ella le molesta el humo, y el olor del tabaco le hacen toser y le provocan irritación en los ojos, pero ahora ya nada le importa. La observa esperando su reacción, como ésta no llega, le dice al cabo:
- ¿Quieres un pitillo?
- ¿Desde cuándo fumo?
- Por si te apetecía...
- Lo que me apetece es hablar. Es necesario que lo hagamos. Tengo que decirte que ayer cuando estuve en el sanatorio...
- No quiero saber nada. No me interesa -le corta con brusquedad.
De un trago acaba con la cerveza. Eructa de nuevo. Los ojos, por un momento, se le han vuelto más líquidos, casi transparentes. A ella no le pasa desapercibido, e insiste:
- El chico desea verte. No comprende el por qué de tu rechazo. Ahora te necesita. Nos necesita más que nunca. Lo está pasando muy mal.
Él entorna los ojos. No desea que ella perciba su debilidad. Él es un hombre, y los hombres no lloran por nada ni por nadie. Con voz ronca que quiere aparentar dureza responde:
- Yo no le necesito. Me ha decepcionado. Tú has sido la culpable por consentirle más de la cuenta, por mimarle demasiado.
- ¿Yo sola? ¿Y tú no lo hacías? De todas formas, ¿quién le llevó de la mano para introducirle en el mundo de los hombres, de los machos? ¿Quién le obligó a hacer cosas que él no deseaba?
- Lo hice por su bien. Tú habrías acabado por vestirle con lacitos y puntillas.
- No exageres. Él tomó su propio camino. Fue su decisión. Acertado o no optó por lo que quería.
- ¿Y quería acaso liarse con quien no debió? Él solito se ha buscado este final. Yo no puedo mirar a la cara a mis compañeros de trabajo, tampoco a mi familia, ni a mí cuando me miro al espejo todas las mañanas.
- Los demás no deberían importarte tanto. Nosotros somos tu familia: tu hijo y yo. Si no le hubieras presionado tanto. Si no hubieras querido hacer de él algo que no deseaba. De siempre fue muy sensible, demasiado... Y ahora se nos va. Y tú eres incapaz de dar tu brazo a torcer, de demostrarle tu apoyo, tu amor de padre. Por ir a verle, por hablar con él, por abrazarle, no te vas a contagiar.
- No quiero hablar más. Sólo deseo que ésto termine cuánto antes.
- ¡Eres frío como un témpano! Permaneciendo en silencio no arreglas nada. Tú también estás enfermo. No de...
- Ni la nombres. No quiero escuchar el nombre de esa enfermedad -grita fuera de sí.
- Tú estás enfermo de miedo.

Cae la noche. Con ella llega el silencio. Un perro aúlla a la luna que se esconde entre celajes blancos que van y vienen a merced de la brisa del norte.
En la casa, la mujer se encuentra en la cocina, prepara la cena. Piensa que su marido está enfermo, enfermo de miedo, del miedo que le produce la sospecha de ser como el hijo. Entre tanto él busca en el televisor algo que le borre de la mente la tragedia de su hogar, pero en la pequeña pantalla no lo encuentra. Se ha vuelto incapaz de mirar dentro de sí donde, tal vez, hallaría una respuesta a sus dudas…
_________
Nota.- Este relato lo tengo también publicado en www.estandarte.com
Pertenece al cuaderno titulado "Las cuatro estaciones (Invierno)". Registrado en Madrid en el Registro Territorial de la Propiedad Intelectual el 16-VIII-05, nº M-006286/2005. Nº de asiento registral definitivo: 16/2008/2297, de fecha 13 de Marzo de 2008.



miércoles, 18 de junio de 2008

Un grito solidario: NO A LA PEDOFILIA

Hacemos siempre tantas cadenas de abrazos, te quiero y besos... Que hoy les pido a todos los spaces y blogs amigos que hagamos un puente solidario y demostremos que somos muchos los que decimos:

¡No a la pedofilia!
¡No al abuso sexual de menores!





Por favor, colabora pegando esto en todos los blogs y espacios amigos. Muchas gracias, Juana.

lunes, 16 de junio de 2008

Una imagen, un poema

Ensoñación - Lorenzo Quinn
Te siento (Copla)
Juana Castillo Escobar ®


¿Dónde te escondes, mi cielo,
Que no logro saber de ti?
Donde habitan mis ensueños
Es donde te logro sentir.

Te siento, a veces, cerca.
Otras, estás tan alejada,
Que, por más que lo quisiera,
No te alcanzo, mi adorada.

¿Dónde te escondes, mi vida?
Vida, sin ti, no la quiero.
Prefiero lamer mi herida
Solo, pues sin ti, me muero.

Te siento en lo profundo,
Adherida a mis entrañas.
Te siento mía y confundo
Mi amor con cosas extrañas.

Mi amor, te siento tan mía,
Que no sé bien definir
Lo grande que es mi alegría
Cuando así te puedo sentir.

Cuando te siento tan mía
De amor me quisiera morir.
De hecho, de amor moriría,
Si no te pudiera sentir.

Te siento mía, corazón,
Aun estando separados.
No temas, mi tierno botón,
Lograremos acercarnos.



Nota.- Este poema fue publicado en 2007 en el Libro de poetas editado por Aires de Córdoba. Forma parte del cuaderno semi-inédito: "Amor callado, amor secreto", y está registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual del Madrid - Núm. Expediente: 12/RTPI-009387/2005 Núm. Solicitud: M-008993/2005 Ref. Documento: 12/062132.4/05 Fecha: 1 de Diciembre de 2005 Hora: 11,59


viernes, 9 de mayo de 2008

Para todas las madres que pelean con uñas y dientes por sus hijos.

Pintores africanos - Maman et Moi II - Johanna

La Madre
Juana Castillo Escobar ®

No puedo resistirlo por más tiempo. Mis entrañas se revuelven porque, aún a pesar de haberlo parido hace apenas veinte años, lo siento dentro de mí tan vívido como cuando no era nada, como cuando pasó a ser feto, como cuando lo parí entre dolor y sangre, como cuando se lo llevaron y sentí, de pronto, olor a muerte, sabor a hiel...
Cuatro, vinieron cuatro hombres. Uno gordo, era el que llevaba la voz cantante; tres flacos y mal encarados, todos envueltos en abrigos grises de paño grueso, las solapas amplias, alzadas para no dejar ver bien sus rostros en los que el odio estaba tallado como sobre duro granito. Cuatro hombres grises, con botas militares, echaron la puerta abajo, mientras dormíamos, sin avisar, y lo agarraron por los hombros, a mi niño, y lo arrastraron delante de mis ojos, lo secuestraron...
Él sabe que yo estoy con él. Yo le guardo. Yo sé lo que él sabe. Yo conozco dónde está. Yo siento en mis carnes sus padecimientos, me llegan como si fuese a mí a quien torturan con saña. Porque yo sé, una madre sabe cuándo y cuánto están dañando a su hijo que es carne de su carne.
No aguardaré mucho más. En cuanto caiga la noche, envuelta en su negro manto, cubierta por mi rebozo, volaré hasta él.
Esos cuatro no me conocen, no saben nada de mí. En cuanto tenga ocasión extenderé mis alas oscuras y, una vez águila, llegaré a su celda y lo libertaré. Juntos remontaremos el vuelo, escaparemos por el hueco tuerto de la vieja ventana.
Locos, se volverán locos cuando lo busquen en la celda. Locos, todos ellos están locos y más que lo estarán. No podrán explicar a sus superiores cómo han perdido a uno de sus reclusos. Yo les daré motivos para patear. ¡Que pateen las paredes de la prisión hasta que sus pies se conviertan en muñones! Yo, la madre águila, les daré a probar hasta que se harten de la taza del dolor.


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Nota.- Este relato aparece publicado en la página web de la revista http://www.margencero.com/ en el espacio "Personajes Secundarios, segunda entrega", desde el 26 de Mayo de 2005. El cuaderno al que pertenece, VEINTIDÓS HISTORIAS DE MUJER Y UN RETRATO, está Registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid con el Núm. Expediente: 12/RTPI-006595/2005-12-07 - Ref. Documento: 12/040455-2/05 - Núm. Solicitud: M-006285/2005-12-07 - Fecha: 16 de Agosto de 2005 - Hora: 12,36

sábado, 26 de abril de 2008

Una impresión camino de Salamanca

Te entrego mi alma
Lorenzo Quinn
ME PARECIÓ VER GOLONDRINAS
Juana Castillo Escobar ®

Me pareció ver golondrinas volando
Sobre la vasta y fría meseta castellana.
Me pareció ver golondrinas alegres
Bajo un sol destemplado
Volaban chillonas y rientes
Como en una primavera temprana.

Me pareció ver golondrinas volando
Sobre las tierras de Salamanca:
Tú te ibas poco a poco
Fundiéndote en la nada.
Ellas volaban alegres:
Anuncio de una primavera que llegaba.

Me pareció ver golondrinas volando
Mientras tú agonizabas.
A Luis-Manuel
Domingo, 17-II-08 – 11,11 a.m.
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Nota.- Este poema forma parte del cuaderno "Poemas con nombre propio", en su mayoría inédito.

martes, 22 de abril de 2008

martes, 15 de abril de 2008

Un relato -de los autopublicados-

Al final, Lucy
Juana Castillo Escobar ®
A Luis Miguel y María, siempre

Mario sale corriendo de casa. Va nervioso. La noche anterior apuró hasta el infinito la velada, por eso hoy se ha dormido. El jefe, está seguro, lo amonestará. ¡Dios, la tercera bronca del mes! ¡Ya me veo haciendo cola entre cientos de parados! Baja al aparcamiento situado en lo más profundo del edificio e intenta poner el deportivo en marcha; éste sólo gruñe.
- ¡Mierda, la batería! Ayer, con tanta risa y tanto alcohol debí dejarlo encendido...
Ahora está en la calle. Llueve. Un formidable atasco le indica que lo mejor, si quiere llegar a tiempo a la oficina, es ir en metro; no le hace gracia, pero le queda tan cerca... Baja las escaleras corriendo, consigue colarse en un vagón atestado. Tres estaciones más y estará en su destino, podrá abandonar aquel agujero maloliente que le repele. La multitud sale del vehículo y se abalanza sobre las escaleras mecánicas. Observa su entorno: tantas apreturas le incomodan, siente vértigo. Traído y llevado como una peonza queda frente al ascensor, enorme, que, con sus puertas abiertas, parece llamarle. Nadie sube en él. La masa se vuelca en los pasillos laterales. Mario no se lo piensa, aparta a codazos a quien le estorba y se dirige hacia la cabina.
Una exuberante pelirroja tiene la misma idea. Él la sigue. Es endiabladamente hermosa. Se recrea mirando unas piernas que no tienen fin, acabadas en zapatos de tacón de aguja, algo pasados de moda; se deleita con el bamboleo de sus caderas y el movimiento de una cabellera leonada que le lanza rojos e incitantes destellos. Su aroma denso le hace soñar en: "Un affaire en el ascensor", buen título para algo digno de ser contado más tarde en la oficina.
Ya dentro del montacargas ella oprime un botón. Él, a su vez, pulsa el que le llevará directo al vestíbulo. Las puertas se cierran. Ruido de cadenas y de maquinaria oxidada les indica que aquel armatoste se ha puesto en marcha. Una voz enlatada habla desde algún lugar:
- Próxima estación: Guzmán el Bueno, enlace con la línea siete de Metro.
La botonera se apaga. Las puertas hacen un intento de apertura pero vuelven a su estado original: herméticamente cerradas. Mario nota cómo se le humedecen las palmas de las manos, la boca se le reseca, le zumba la cabeza.
No puedes marearte y menos aún teniendo compañía. Vamos, levanta el ánimo; olvídate de la claustrofobia y trata de entablar una conversación, aunque tan sólo se trate de una chorrada. Tal vez no sea el día tan malo como crees. Recuerda, hace nada pensabas tener un "affaire en el ascensor". Además, la chica parece que quiere guerra.
Se vuelve hacia la pelirroja y trata de sonreír, pero en su cara tan sólo se dibuja una mueca. Ella le observa sin pestañear, luego mira su reloj y suspira:
- ¡Llevamos encerrados una eternidad!
Un ruido, y el ascensor se pone en marcha. Se mueve unos metros. Queda, otra vez, suspendido de sus poleas. Ella oprime el botón en el que está dibujada una campana; y él cree oír su sonido en medio del tum-tum de su corazón que le golpea con fuerza en el pecho, en las sienes, en los oídos… Quiere parecer alegre: la alarma advertirá del fallo del ascensor... Pero nadie acude en su ayuda.
- ¿Tienes miedo?
La pregunta de ella reviste más sorna que curiosidad. Acercándosele a la cara, zalamera, vuelve a la carga:
- ¿Acaso me temes? No has abierto la boca en todo este tiempo.
- No, no te temo, en absoluto.
Él traga saliva. Intenta hacerse el valiente. El que ella se le acerque tanto le disgusta, necesita espacio para respirar. Después de unos segundos continúa:
- Estoy de mala uva. Llego tarde a la oficina un día más esta semana. ¡Y estamos aquí varados después de tanto tiempo! Mi jefe me va a matar.
Ella se encoge de hombros. El ascensor tiembla... hacia abajo. Luego, con lentitud, sube para quedarse parado otra vez. Mario respira despacio, no quiere pensar en la caída, en el pozo que se abre bajo sus pies, tampoco en el calor pegajoso y ardiente que le envuelve y no le deja respirar. No desea perder ni los nervios ni la compostura: él es un caballero aunque no está muy seguro de cuánto tiempo más podrá aguantar sin chillar. Hasta la cabina llegan ruidos sordos: conversaciones de gentes que andan apresuradas al otro lado; risas de jóvenes que bromean, carreras, gritos... De nuevo, el silencio. La pelirroja pulsa un botón cualquiera. El ascensor, con un rugido, parece despertar para reemprender su ascenso. Otro conato de apertura, pero las puertas no se abren.
Mario siente que se encuentra, como Jonás, en el interior de la ballena. Intenta distraerse y no sabe cómo. Mira por enésima vez el reloj: siente que los minutos transcurren como horas y éstas pasan veloces como segundos. ¿Ya es tan tarde? ¿Qué pensará mi jefe? Al final me despide, seguro. Observa a la joven que va de un lado al otro de la cabina; ésta parece disminuir ante sus ojos alucinados. Ella, con sus movimientos felinos, consigue que la melena, larga y ondulada, le roce la cara. El aroma denso que desprende su cuerpo, le envuelve y, en estos momentos adversos, lo ahoga... En otras circunstancias se habría hecho el interesante poniendo a prueba sus dotes de donjuan, hubiera tratado de conquistarla, pero aquí metido no es capaz de articular una frase. Su líbido anda por los suelos, como su portafolios, y sabe que no logrará elevarla por más que lo intente. Se considera una ruina humana. Lleva horas envarado en un rincón. Nota cómo sus piernas, pesadas, no le sostienen. Ya no aguanta más y comienza a desanudarse la corbata, tira la chaqueta al piso, se afloja el cinturón: es como si, de pronto, se hinchara y las ropas le produjeran asfixia; pisotea su maletín arrinconado hace horas, grita pidiendo auxilio…, pero nadie le escucha. Con los puños cerrados martillea sobre la puerta, que le devuelve un sonido seco; no le importa magullarse los nudillos, como tampoco le importa estropear sus zapatos de marca contra aquella caja fuerte que lo mantiene encerrado y no le permite salir.
A su espalda ella sonríe con frialdad. No obstante, le da unos ligeros toques en el hombro y, con voz melosa, de mujer castigadora, dice:
- No creo que te oigan. Parece que es la hora de regreso a casa de los trabajadores y, con toda la masa suelta... Pero, no te preocupes, ¡ya nos sacarán!
- ¡No sé cómo puedes estar tan serena! - exclama mordiendo las palabras -. Es que ni te has arrugado...
- Psché. Autosugestión... Nervios de acero... El pensar en mi padre me ayuda mucho: el señor Fer es poderoso, muy poderoso. Por cierto, ¿cómo te llamas?
- Mario, ¿y tú?
El ascensor, de repente, embiste como un toro y retoma su avance para, de inmediato, descolgarse. Mario nota cómo caen, cómo se hunden a velocidad de vértigo, y siente cómo el estómago le oprime la garganta. Va directo al abismo. Cierra los ojos con fuerza, el sopor le marea, le engulle. Quiere gritar, pero no puede. Le falta el aire, de su garganta se escapa un ronquido...
Al despertar, pues le parece un sueño, ve que las puertas de la cabina están abiertas. Mira al frente. Le duele todo. Resplandores dorados y rojos hacen que se sienta deslumbrado. "Un hermoso atardecer - piensa -, o tal vez esté amaneciendo. ¿Cuánto tiempo hemos permanecido encerrados? " Ya ni lo sabe. Se atusa los cabellos con coquetería, recoge la chaqueta y la corbata del suelo y se viste con parsimonia, nota que tiene todo el tiempo del mundo. De nuevo mira al frente. Su vista, ya habituada a aquella luz infernal que tanto le cegó en un principio, le permite ver que al otro lado le aguarda la pelirroja. ¿Cómo había dicho que se llamaba? Fer, era la señorita Fer, pero estaba por decirle su nombre de pila cuando se revolucionó todo.
Ella le alarga la mano y sonríe con un mohín que es toda una promesa. Mario le devuelve la sonrisa, extiende su mano y pregunta:
- Por cierto, al final, ¿cómo dijo que se llamaba?
- Lucy. Lucy Fer.
Una llamarada corrobora sus palabras y es el saludo que le sirve de bienvenida al profundo Averno.
__________
Nota.- Este relato aparece publicado en la antología "Historias para viajes cortos". Editorial Dragontinas. Año 2003. Págs. 199-200-201-202 y 203
.

lunes, 7 de abril de 2008

Haikus en Soria

Vista del río Duero desde lo alto de la
ermita de San Saturio -Soria
Haikus
Juana Castillo Escobar ®
0009

Carrascos bajos
La tierra seca besan.
Cielo azul, sol.


Sábado, 20-X-07 – 10,30 a.m.
=Camino de Soria, cerca de Medinaceli.=

0010

Cielo azul,
Duero verde y gris
Melancolía.



Sábado, 20-X-07 – 18,15 p.m.
=Ideado en la ermita de San Saturio. Lo dejé en el libro de visitas.=
______
Nota.- Ambos poemitas pertenecen a un cuaderno inédito, en el que estoy trabajando y que aún no tiene título definitivo, pero al que bauticé de forma provisional como: "Cuaderno de Haikus".

martes, 1 de abril de 2008

Un relato -de los autopublicados-

EL REGRESO
Juana Castillo Escobar
®

Encontré escenarios de colores y sentimientos en blanco y negro en aquella ciudad derruida que fue la mía, la de mis padres, la de mis antepasados. El verde de las colinas, enfrentado al azul intenso del mar, contrastaba con las lujosas villas sepultadas bajo metros de polvo y lava un par de años atrás.
Se respiraba soledad y muerte, aún podía notar el olor al azufre amalgamado con la brisa salobre del mar. Pero la naturaleza, siempre pródiga, ponía su punto de luz entre las piedras caídas en forma de vegetación abundante. La primavera pintaba escenarios de colores que alegraban la vista. Escenarios alegres que se enfrentaban a mis sentimientos, apagados, que sólo veían el entorno en blanco y negro porque no era capaz de reaccionar, de volver en mí y darme cuenta de lo afortunado que era: por esas cosas del destino, porque los dioses fueron clementes conmigo, yo me salvé. ¡Me salvé del terremoto y de la erupción! Pero no pude salvar a los míos. No llegué a tiempo para darles mi abrazo de llegada, tal vez de despedida…
- Salve, amigo. ¿Qué haces por estas tierras malditas, centurión?
El aludido se giró sobre sus talones, con lentitud, no quería que el recién llegado pudiera darse cuenta de su debilidad. Él, un centurión del Imperio Romano no debía aparecer como un pusilánime, él a cuyo mando los ejércitos de Tito conquistaron Jerusalén, hicieron gran parte de la campaña en Germania y el Danubio. Él, Josefo Flavio, centurión del ejército romano, no podía dar semejantes signos de flaqueza ante un desconocido.
- Salve –respondió llevándose el puño al corazón en un saludo marcial cuando tuvo frente a sí al recién llegado.
- ¿Te envía el nuevo emperador?
- ¿Tito? No, no exactamente. Acabo de regresar de Germania…
- Entonces no tienes conocimiento de lo que ocurrió con Pompeya y Herculano.
- Sí, hasta Germania llegaron las noticias. Con retraso, pero llegaron. ¿Nos conocemos?
- Quizá. Yo no soy capaz de distinguirte. Quedé ciego de este ojo –y el hombre se lleva el índice hasta la cuenca muerta de su ojo izquierdo-. Y con el otro sólo consigo ver sombras y negrura.
Josefo Flavio se acerca dándose a conocer. Su interlocutor se yergue. El tono de su voz denota sorpresa y alegría.
- ¡Por Zeus tonante! ¿Josefo? ¿El mocoso aquel que tanto me hizo sufrir cada vez que intentaba enseñarle filosofía?
- ¿Tú eres…? –Pregunta Josefo con miedo-. ¿Eres Arístides, mi ayo?
- El mismo. He cambiado, no es preciso que lo digas. Lo sé… -El anciano se pasa las manos por la cara arrugada y reseca.
Josefo le observa. La tez de su interlocutor le habla de días pasados a la intemperie, de penurias y calamidades. Él a su vez siente avivarse una llama de esperanza. Si Arístides se salvó, ¿por qué no iban a correr la misma suerte su esposa Nidia o su hijo Marcial? Deseaba preguntar pero el temor le atenazaba la garganta.
- Te has quedado mudo, mi joven señor. ¿Qué es lo que perturba tu ánimo?
El anciano aguarda paciente. El centurión traga saliva, pero persiste en su silencio.
- Deseas conocer lo ocurrido y no sabes cómo. Mejor debí decir: tienes miedo a conocer el horror que vivimos. Se desataron todas las Furias. Yo fui, no sé por qué coincidencia de los hados, enviado por tu anciano padre a Roma. Llevaba una jornada de camino cuando la tierra tembló y nuestro padre el Vesubio vomitó de sus entrañas fuego, ríos de piedras incandescentes, llovieron cenizas durante días. Me volví. Intenté ayudar y casi perezco en el intento. El fiel Argeo, el sabueso preferido de tu padre, me encontró tirado a la vera del camino. Me arrastró hasta una cueva donde permanecimos escondidos hasta que la furia de Hefesto…
- Vulcano –le corrigió Josefo Flavio sonriendo por primera vez.
- Como quieras llamarlo, joven amo. No estamos en clase de polémica. Sigo siendo de origen griego y sabes que siempre llamé a mis dioses por su nombre.
- Y yo a los míos por el suyo.
- Me alegra sentir en tu voz la buena disposición de ánimo que mantuviste desde tu más tierna infancia.
- Necesito desterrar esta negrura que me invade. Prosigue, Arístides, te escucho.
- Decía que Argeo me arrastró hasta una cueva donde nos escondimos, y continuamos viviendo en ella, hasta que la furia de Hefesto se apaciguó. El dios me arrebató prácticamente la vista, pero para lo que tenía que ver: todo estaba anegado por aquel río de piedras incandescentes. Nuestra bellísima Pompeya quedó sepultada con todas sus riquezas bajo mantos de lava y cenizas. Las villas, los baños públicos, las termas Stabianas, los templos dedicados a Apolo, Isis o Júpiter… Todo arrasado. Todo quedó borrado de la faz de la tierra. Y Poseidón, o Neptuno, como gustes, se alió con Hefesto para agitar las aguas del Mare Nostrum. No quedó nadie, Josefo, nadie consiguió salvarse de sus fuerzas. Siento ser yo quien te diga que toda tu familia pereció…
Josefo traga saliva antes de responder.
- Ya supuse que encontraría la nada. Los recados que llegaron hasta Germania eran contundentes: Pompeya y Herculano han sido arrasadas por las fuerzas de la Naturaleza. En cuanto conseguí ser sustituido por Fabio regresé a Roma. Solicité de Vespasiano, el recién nombrado emperador, una licencia que me fue concedida sine die y cabalgué hasta aquí sin demora. Arión y Pegaso tiraron de mi biga como si también a ellos se les fuera la vida en esto… Yo que pensé que dejaría mi piel enfrentándome a las hachas de los germanos, conseguí salir indemne de las mil y una batallas y ellos…, ellos…
- Llora, Josefo, llora. No se es menos hombre al mostrar los sentimientos que guardas en tu corazón. Cuando tus fuerzas te lo permitan te llevaré a la colina. Junto a mi cueva, que comparto con Argeo, levanté un ara. Haremos ofrendas a Júpiter, Venus, Apolo… al dios que prefieras.
- Tal vez no se merezcan mis ofrendas. No tuvieron compasión de sus criaturas.
- Estás cansado y dices tonterías. Acompáñame. No puedo ofrecerte mucho, pero hoy, muy de mañana, conseguí cazar un par de perdices. Y Dionisos, o Baco, como gustes, me son pródigos: la cueva donde vivo es una antigua bodega en la que hay vino de Rodas para todo el resto de mi vida. Repón tus fuerzas…
Josefo asintió con un leve movimiento de cabeza. Conocedor de la mala vista de su ayo le oprimió el brazo a la altura del codo. Sólo consiguió decirle:
- Llévame ahora contigo. Después pensaré en mi regreso…
Y Flavio Josefo, con los ojos acuosos, siguió por la vereda de piedras a Arístides, su viejo ayo, el único ser que lo ataba a aquel lugar devastado.
Mis sentimientos son en blanco y negro -pensó-, pero un luchador, un militar romano como yo, un hombre duro que me he enfrentado valientemente a cientos de batallas... Pelearé contra el olvido, contra la muerte aun cuando bien sé que ésta siempre gana, le plantaré cara.
- ¿Sabes Arístides? Levantaré una nueva casa cerca de aquí, una nueva ciudad y, con el tiempo, quizá funde una nueva familia, si Cupido, o Eros que a ti te gusta más, vuelve a asaetear mi corazón dormido. Será una forma de regresar a los orígenes, de pervivir, de no morir para siempre.
Arístides sonrió. De hecho la primavera coloreaba los escenarios de alrededor. La Naturaleza había empezado a reverdecer. Josefo, en cualquier momento, podría regresar también a la vida.


Madrid, 12-13 de Junio de 2006
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Nota.- Este relato está publicado en la antología "Más allá del Boom" -Nueva Narrativa Hispanoamericana-. El libro fue presentado en Madrid el 18 de Diciembre de 2007 y pertenece a uno de mis cuadernos de relatos titulado: "Dime una frase y te contaré un cuento".

Presentación virtual de mi último libro: "Palabras de tinta y Alma"