LAS BUENAS INTENCIONES
Juana Castillo Escobar
¡Cómo pasa el tiempo! ¡Cuán rápido vuelan los
años! De nuevo llega otra Navidad y otra Nochevieja. Recuerdo las Nocheviejas
en casa de mis padres: todo eran risas, jarana y buenos deseos. Mi madre
acostumbraba, desde tiempo inmemorial (pues se lo veía hacer a su abuela), a
darnos una hojitas de papel en blanco, en ellas anotábamos todos y cada uno de
nosotros nuestras "buenas intenciones" para el año que pronto
iba a comenzar. Después, doblábamos el papel y poníamos nuestro nombre bien
visible. Cuando la última campanada de la media noche había sonado, tras
descorchar las botellas de sidra y haber acabado de tragarnos los restos de
uvas, darnos los tradicionales besos y abrazos, mamá sacaba la bombonera de las
buenas intenciones. Volcaba sobre la mesa los papelitos del año anterior y, con
gesto solemne, íbamos depositando en el vacío recipiente las propuestas para el
nuevo año. Después nos repartía las hojas atrasadas, las leíamos y
comprobábamos si todo lo que nos propusimos el año anterior lo habíamos llevado
a cabo. Para finalizar, lo quemaba en un cenicero de cristal.
También recuerdo cómo un año, ya en mi
adolescencia, no devolví la hoja y la guardé en mi diario. ¿Por qué quemarla?
En ella, con letra pequeña, redonda, aún infantil había escrito: "Este
año debo esforzarme más en todo: en estudiar, arreglar mi habitación, no gritar
al hablar, no tener tan alto el volumen de la cadena musical..."
¡Qué chorradas! ¡Se nota que era pequeña! De todo
lo que me propuse, aunque parezca mentira, creo que tan sólo cumplí con lo de
estudiar. La habitación estuvo arreglada uno o dos días (tenía que hacer sitio
para lo que llegara por Reyes), después volvió a ser la leonera que tanto
disgustaba a mi madre. Creo que continué hablando a gritos con mis hermanos,
eso no lo recuerdo bien; lo que sí recuerdo es que los discos que les cogía a
mis hermanos de "Los Bravos", "Fórmula V" o "Los
Pekenikes" continuaban atronando desde los altavoces.
Hoy en día, ya casada, continúo con la ancestral
costumbre de mamá: guardar las buenas intenciones, de un año para otro, en una
bombonera de cristal y quemar, con fuego purificador, las pasadas.
Y, de nuevo, Nochevieja. Todo el día metida en la
cocina, guisando y buscando platos nuevos para dar gusto a todos los
comensales. Trajinamos en ella, mi marido y yo, casi sin parar. El tiempo
vuela, la familia está a punto de llegar y el niño pronto a levantarse de su
larga siesta. Hoy es su primera Nochevieja en familia. Nos arreglamos, después
al niño y, antes de que el bullicio no nos deje hacerlo, anotamos nuestras
intenciones para el año próximo y las dejamos, provisionalmente, en un cajón.
"Yo quisiera -escribo- que todo salga bien. Que los deseos
de paz, amor y felicidad que tanto manejamos en estas fechas se cumplan. Pienso
que debo ser más paciente con mi familia política. También me gustaría que mi
cuñada no fuera tan plasta, ni mi suegra tan exigente..." Pensándolo
bien, la verdad es que han variado poco con respecto a las del año pasado.
La familia ha llegado. Todos traen cara de júbilo.
- ¡A cenar, que es gratis! -dice uno de los
invitados. El resto ríe la broma.
Ya sentados en torno a la mesa, da comienzo la
ceremonia de la cena: sirvo caldo gallego para los más frioleros, salpicón de
marisco para los más atrevidos, bacalao con tomate para los amantes del
pescado... Una serie de platos distintos para que puedan elegir. Se oye la voz
de mi suegra, como siempre agria, entre el bullicio general:
- Este caldo está frío.
- No se preocupe, abuela, ahora mismo se lo
caliento -y corro solícita hasta la cocina.
Cuando regreso es mi cuñada la que habla:
- ¿Son congelados estos langostinos? -Nadie
responde, ella continúa-: Es que, por el tamaño que tienen..., os han debido
costar caros.
Mi marido la mira y mira a su hermano quien, por
debajo de la mesa, da un empellón con la rodilla a su mujer para que se calle.
El ambiente se está caldeando. ¿Es que siempre va
a ocurrir lo mismo? Al cabo parece que todo se calma y cenamos en paz (por el
momento). Quedan pocos minutos para que den las doce de la noche, la familia
ríe: unos cuentan las uvas, no vaya a ser que les haya caído alguna de más;
otros las pelan; otros cambian impresiones... En esto se escucha nítidamente:
- Mamá, caca.
Todos callan y miran hacia la esquina de la mesa.
Mi hijo repite:
- Mami, caquita. El culete tene caquita.
- Por favor, cariño, ¿no puedes esperar sólo un
poquitín?
Pero el olor me dice que no puede esperar, y él
también. Insiste. Tira de mis mangas, de la falda. Me estoy levantando cuando
mi cuñada ataca de nuevo, con voz avinagrada exclama a los cuatro vientos para
que se le oiga bien:
- ¡Qué niños! ¡Pero qué mal educados que están!
La miro, me callo y, con el niño casi en volandas,
salgo del comedor. Voy echando chispas y deseando que todo acabe y se marchen a
sus casas porque, creo, no voy a poder aguantarme ni un sólo minuto más.
Cambio al niño de pañal y regresamos al salón. Mi
hijo está excitado porque es el primer año, de sus dos de vida, que se queda
levantado hasta tan tarde, ríe y da palmas. Cuando todos estamos comiendo las
uvas nos mira embobado; supongo pensará que todos estamos chiflados porque a
uno se le atraviesa un hollejo y hace unas muecas horribles; otro trata de no
ahogarse; otros, como yo, estamos al borde del ataque de risa y nervios y, a otros,
les rezuma el caldo por las comisuras de los labios.
Ha sonado la última campanada. Se descorchan las
botellas de cava. Todo son risas, besos, entrechocar de copas y, según parece,
felicidad. Mi cuñada coge en volandas al niño y lo estruja, a él no le gusta y
con su sonajero de colores le arrea un golpe en la cabeza. Casi me lo tira al
suelo al soltarlo, de tan mala leche lo hace que se tambalea y la que se cae es
ella.
¡Para qué contar ni decir lo que salió por su
boca!
Yo quería aguantarme la risa, lo conseguí
parapetándome tras el niño. Los demás reían abiertamente. Mi suegra, sentada en
el sillón, la mira y con voz temblona dice:
- ¡Pobrecita, con lo mayor que es y qué forma más
idiota de caerse!
Después soltó una sonora carcajada. Se ve que no le
tiene mucho aprecio. ¡La que se lió fue de campeonato! ¡Menos mal que se
marcharon pronto y nos dejaron en paz; sino, no sé cómo habría acabado todo! Lo
que sí sé es que, para el próximo año, procuraré no pasar la Nochevieja en
casa.
Acostamos al niño, que no quería dormirse por la
excitación del día. Por fin cayó rendido después de cantarle unas cuantas
nanas. Mi marido y yo regresamos al salón. Parecía que había pasado un huracán
por él. Saqué la bombonera y, de ella, las buenas intenciones del año anterior.
Sin leerlas las quemé. Mi marido me miró y me hizo un guiño:
- ¿Qué has puesto para este próximo año?
- Lo mismo que el anterior -le respondí-, pero
creo que voy a variar el texto que había redactado antes.
- ¿Y, se puede saber qué se te ha ocurrido?
Porque, si me gusta, te plagio. Tampoco yo he conseguido todo lo que me propuse
hacer.
- Pues te diré que mis buenas intenciones serán:
hacer un largo viaje hasta Orión o las Pléyades. Y, tal vez, con un poco de
suerte, nos trague un agujero negro y no regresemos en muchos, muchos años.
¡Ah, y ojala al otro lado las cosas sean mejores o, como mucho, distintas!
Madrid, 2005
Nota.- Este relato está publicado en la antología: "En femenino plural... (relatos de mujeres para todos los púbicos)", creo que, para estas fechas, es la historia más apropiada para compartir.
¡¡Felices Pascuas, Feliz Año Nuevo 2015 y feliz lectura!!
Nota 2.- El relato me lo publican también, el 12-I-2015, en el blog de ASOLAPO-ARGENTINA, en el siguiente enlace: http://elblogdeasolapoargentina.blogspot.com/2015/01/las-buenas-intenciones-juana-castillo.html
Nota 2.- El relato me lo publican también, el 12-I-2015, en el blog de ASOLAPO-ARGENTINA, en el siguiente enlace: http://elblogdeasolapoargentina.blogspot.com/2015/01/las-buenas-intenciones-juana-castillo.html
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