martes, 16 de diciembre de 2008

Un paisaje, un relato

Imagen internet
El monte de la soledad ®
Juana Castillo Escobar


El coche va tragando kilómetros. Samuel conduce pensativo. A su memoria le viene la imagen de su madre y a sus oídos le llegan las advertencias, los miedos de ella: "Samuel, ¿dónde te has metido? Baja de ahí, no quiero que andes por el monte, puedes extraviarte".
Cada verano regresaban al pueblo, a la vieja casa de adobe de los abuelos y, cada verano, Samuel intentaba escabullirse de la vigilante mirada de su madre, quería "perderse" por aquella montaña que le estaba prohibida y que le atraía cual canto de sirenas. Quería conocer su misterio, el por qué de tanto miedo no lograba entenderlo, sólo sabía que su curiosidad aumentaba día a día.
De vez en cuando su padre ayudaba: "Eloísa, que no se va a morir porque suba unos metros por el monte, le vas a entontecer. Ya no es un bebé". Pero su ayuda servía de muy poco ante la testarudez de la madre, muy marcada por el pasado. "No quiero que le ocurra lo mismo que a mi hermano -decía en un susurro-. A Samuel, no". "Por Dios, Eloísa, eso sucedió hace años, las circunstancias eran otras, estábamos en guerra...", toda reflexión era desoída. Eloísa no daba su brazo a torcer; es más, cuando Samuel contaba unos diez años, dejaron de ir al pueblo de veraneo tratando que el niño olvidase su "insana curiosidad".
Los años habían transcurrido veloces. Samuel creció, estudió una carrera y acabó federándose en un club de alpinistas que hacían escapadas al monte cada fin de semana. Y, cada fin de semana, Eloísa no paraba de aconsejarle, de disuadirle, de intimidarle, pero sin ningún resultado. Samuel ya era un hombre y aquélla era su vida: reportero gráfico en una prestigiosa revista dedicada a la naturaleza, gracias a la cual recorría el mundo y sus misterios.
Ahora, al volante del todo terreno, regresa al pueblito de su niñez. Su madre falleció hace meses y él, tras ejecutar el testamento, ha decidido llevar a cabo lo que hace más de medio siglo era su mayor empeño: subir al Monte de la Soledad. Inconscientemente va pidiendo perdón a su madre por desobedecerla, pero ya va siendo hora: después de haber subido al Himalaya, fotografiado las altas cumbres del Kilimanjaro y recorrido los Andes desde Perú hasta la Patagonia , aquel montecito no es nada, tan sólo una espina clavada en su costado.
- Tal vez, cuando llegue, no encuentre a ningún conocido -murmura-. Lo que sí es cierto es que a mí no me reconocerá nadie. Y la casa, estará prácticamente hundida; en fin, es mi herencia, ya veré lo que hago con ella. Tal vez la venda, dependiendo de cómo se encuentre...
Casi sin darse cuenta ha llegado al final del trayecto, se le ha hecho muy corto el viaje. Aparca en la plaza, frente a la casa de adobe: "No está tan mal como pensaba". Sale del coche, se estira, coge una Nikon de grandes dimensiones y de la guantera saca las llaves del portón. Cuando está acercándose a la entrada sale de la casa un anciano que le mira con gran curiosidad.
- A la paz de Dios -le dice con voz temblorosa, tanto como sus piernas-. ¿Cómo tan tempranico por aquí? ¿Busca a alguien?
- Buenos días -Samuel le observa, le parece alguien conocido, pero después de tantos años duda-. ¿No es ésta la casa de los Yela?
- Pos claro que sí. Yo soy el encargao de cuidarla. Pascualón, pá servirle, la Eloísa me dejó unas llaves y yo vengo de vez en cuando a darle un repaso. ¿Si pué saber quién es usted?
- Yo soy Samuel, tío Pascualón, el hijo de Eloísa...
- ¿El mocoso aquel que na más quería irse p´al monte?
- Ése, ése mismo. ¡Qué alegría tan grande ver a alguien conocido! -le abraza con efusividad.
- Rediez, qué grande estás. ¿Pos y tú madre, cómo s´encuentra? Ya hace que no hay noticias d´ella.
- Mi madre murió el año pasado, seis meses después que mi padre -una nube de tristeza cruza su frente.
- Vaya, pos sí que lo siento, muchacho. Mia tú, les tenía yo apego. ¿Has venío a ver cómo está la casa? Llegas a tiempo, aún no he cerrau la puerta ansí que pasa, pasa y acomodate, estás en la tuya. Si quiés algo ya sabes, en la puerta d´al lao me ties.
- Gracias, tío -le responde Samuel-, ahora iré para allá. Primero quiero dar una vuelta por el interior.
Curiosea por la casona. Sube al segundo piso. La verdad es que está mucho mejor de lo que se esperaba, todo en orden y casi lista para vivir en ella. Tal vez lo haga, lo suyo con Susana hace tiempo que acabó, no tiene domicilio fijo y éste puede ser el mejor refugio para su soledad. "Quizá a los niños les guste, podríamos hacer excursiones por el campo, tal vez la montaña les atraiga tanto como a mí". Sale de la casa y se acerca a la de su tío Pascualón, éste le espera sentado en el poyete de piedra.
- ¿Cómo has encontrao to?
- Muy bien, parece que no han pasado los años.
- Me dice la Resti si te vas a quedar a comer con nosotros.
- He pensado subir al monte, aprovechar la mañana.
- ¿Y vas a subir así, sin ná? Espera, te voy a preparar algo.
Entra en la casa y, al cabo de poco tiempo, aparece con un zurrón en una mano y una lámpara de aceite en la otra.
- Ten, la Resti t´ha puesto medio queso, un piazo pan, algo de chorizo y una navaja. También va una bota de vino. Llévate esta lámpara de aceite, por si las moscas.
Samuel le interrumpe:
- No tenías que haberte molestado tanto, llevo comida en el coche, agua y algunas cosillas más.
- Güeno, ¿qué importa? Ansí subíamos al monte hace años. Aunque hoy paece mal día, viene mu negro por allá abajo. Y, cuando lo negro viene de Toledo, malo, se lían unas tormentas que dan miedo. Yo que tú lo dejaba pa´ otro día.
- No tengo otro día hasta las próximas vacaciones. Si he venido hoy ha sido por subir a la montaña, no me iré sin haber satisfecho mi curiosidad. Gracias por todo, cuando baje entraré a despedirme. Creo que nos veremos a menudo.
Samuel camina a buen paso por el campo. Se ha colgado el zurrón al hombro y la lámpara de aceite del cinturón como recuerda habérselo visto hacer al tío Pascualón. Busca entre las jaras y los matorrales alguna rama que le sirva de bastón. La ascensión es suave, va observando el paisaje de bosque mediterráneo y monte bajo que le rodea. Las abubillas cantan en las ramas de los carrascos, algunas urracas vuelan a su alrededor, como observando al intruso que les fotografía sin cesar. El campo huele a romero, tomillo y espliego. "Ah, ¡por qué mi madre no me dejaría disfrutar de todo esto cuando era niño! Es una delicia. He tenido que recorrer medio mundo para poder llegar a este lugar apartado con veinticinco años de retraso". Hace un alto en el camino, mira hacia el pueblo que ya ha quedado muy atrás, tanto, que visto desde allí arriba, más parece una estampa de nacimiento que otra cosa.
- Tenía razón el tío Pascualón, esto se está poniendo muy negro. ¡Menuda la que se está preparando! -Exclama con un silbido.
El cielo parece un mar embravecido de olas oscuras que corren a merced del viento. A lo lejos se empiezan a ver las culebrinas de los relámpagos. "Debería regresar -piensa Samuel-, pero el pueblo me queda demasiado lejos; la tormenta me cogerá a medio camino. Sé que por aquí había cuevas, de la época de la guerra, donde la gente venía a resguardarse cuando oían los bombardeos. El caso es que más abajo he visto varias, ahora da la impresión que han desaparecido. Quizá no haya ninguna más adelante". Un relámpago cercano, seguido por un trueno descomunal le hace correr cuesta arriba. Empiezan a caer gotas de lluvia, cada vez son más grandes y más seguidas, los relámpagos más deslumbrantes y los truenos insoportables.
Se siente fatigado, "Dios, los años no pasan en balde, como no encuentre un refugio veo que me quedo achicharrado bajo una encina. Al final voy a tener que dar la razón a mi madre. ¡Quizá sea ella quien me envía la tormenta, claro, está cabreada porque la he desobedecido! Lo siento, madre, -grita mirando al cielo-. Esta curiosidad me estaba matando desde niño, tenía que subir este monte y lo estoy haciendo, perdóname". Su alarido se empareja con un sonoro trueno que le hace dar un salto hacia atrás, una mata de retama, muy bien colocada, tapa la boca de una cueva en la que cae de espaldas.
- ¡Qué costalada acabo de pegarme, Dios! ¡Al final me tienen que bajar del Monte de la Soledad en angarillas!
Se sacude la ropa, húmeda por el agua de la lluvia; limpia su Nikon, cerciorándose de que no le haya ocurrido nada irreparable; se descuelga del cinturón la lámpara de aceite, del bolsillo interior del chaleco saca un encendedor y prende la mecha. Mira a su alrededor con gran curiosidad: la entrada de la cueva es bastante angosta, oscura, pero allí no entra el agua ni los relámpagos, es un buen sitio para esperar a que escampe. Samuel abre el morral, la caminata le ha abierto el apetito, y el olor de las viandas preparadas por tía Resti más aún, se sienta sobre una piedra y, cuando está a punto de cortar el primer pedazo de queso, siente un aire frío rozarle la nuca, parece que aquella cueva es más profunda de lo que creía pues del interior vienen una especie de susurros, de ruidos extraños.
Guarda el pan, el queso, la navaja..., y se cuelga de nuevo el zurrón al hombro, la Nikon del cuello, se pone en pie con la lámpara de aceite a la altura de su cabeza y mira a su alrededor. La entrada de la cueva no es tan estrecha como le había parecido en un principio, hay una especie de muro que la divide, una entrada lateral le lleva a un pasillo pedregoso, húmedo, oscuro y no muy ancho. "Esto es lo mío, ¿qué habrá más allá? Al final descubro un yacimiento prehistórico y me hago famoso". Aguza el oído, de hecho se oyen cánticos, muy apaciguados, muy lejanos pero son cánticos salidos de una garganta humana, no son aullidos ni el ulular del viento a través de una chimenea o de alguna oquedad.
Samuel camina lentamente, está demasiado oscuro por lo que alarga la mecha de la lámpara: "Esto ya es otra cosa, ahora veo mejor -suspira-. Puagh, qué olor más fétido -escupe."
Según va adentrándose por el largo pasillo el aire se hace más caliente, un olor acre (mezcla de moho, orina y humo) le envuelve. "Se estaba mejor afuera, esto levanta el estómago al más pintado. Parece que me he transplantado al Tíbet, allí no aguanté y aquí no sé si acabaré vomitando hasta la primera papilla". Mientras va mascullando esto el rumor que le llega desde el interior se hace más audible, aguza el oído, y escucha:
- Agnus Dei, qui tollis peccata mundi. Miserere nobis. Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix...
- Me cago en..., si están hablando en latín, están rezando una letanía. Lo mismo me he colado en la cueva de un ermitaño.
Cada vez se oye más cercana la oración, el pasillo se ensancha acabando en seis escalones que le dan paso a una gran sala de forma oval e iluminada por cuatro fogatas situadas en los lugares más estratégicos; en el centro de la misma hay otro gran fuego encendido, sobre éste se está asando algo. "Quizá sea la comida del ermitaño -piensa Samuel". Él no se ha dado cuenta, pero los rezos han terminado de repente. Apaga la lámpara de aceite y la deja sobre un saliente de la roca, el zurrón lo deposita en el suelo, la Nikon continúa colgando de su cuello. Mira a su alrededor, la belleza de aquel lugar le llena de placer: el techo de la cueva parece que está cuajado de estrellas por lo brillante, dos grandes estalactitas que van del techo al suelo, dividen la gruta en dos enormes salas, hay cuevas pequeñas horadadas por las zonas bajas de las paredes semejantes a habitaciones. A su izquierda ve un semicírculo, oscuro, semejante a un ábside; camina unos pasos hacia ese lugar, se siente atraído por lo que parece un altar: aprovechando un saliente de la roca "el ermitaño" lo ha cubierto con un paño, que en otros tiempos debió ser blanco, bordado, quizá de hilo de Holanda... A pesar de la escasa luz se le ve ajado y roto. Sobre este altar hay un bulto en posición yacente, Samuel se acerca más, entre penumbras ve los restos insepultos de un niño, su esqueleto.
- ¡Dios! ¿Qué es esto? -exclama en voz alta, tan alta que resuena por toda bóveda de la gruta.
A su espalda unas pisadas le hacen volverse con rapidez. Frente a él está "el ermitaño", con cara de pocos amigos y blandiendo un grueso garrote. Samuel se asusta, no por su actitud belicosa, sino por su aspecto: es un anciano encorvado, de ojos brillantes, cabellos blancos, largos y ralos; la barba le llega hasta la cintura, las cejas son anchas y espesas. Sus manos, nudosas y deformadas, presentan uñas largas unas, rotas otras, ennegrecidas todas ellas. Los pies los lleva envueltos en pieles, sus ropas son verdaderos harapos.
- Tranquilo, amigo -le dice, tratando de apaciguarle-, no sabía que aquí vivía alguien. Siento haberle asustado.
El viejo le mira, parece no entenderle, aún continúa con el bastón en alto. Con voz gangosa logra articular algunas palabras:
- ¿Dónde tú tienes el palo de fuego?
- ¿Qué palo de fuego?
- Ese que: pum-pum-pum y mata.
- ¿Un rifle? ¿Te refieres a un rifle? Yo no tengo rifle, ni pistola, ni palo de fuego. Vengo en son de paz.
- ¿Paz? -deja el bastón en el suelo y se sienta sobre una piedra, le señala a Samuel otra invitándole a sentarse- ¿Ya no hay hombres que matan? ¿Comer quieres? Es animal de río, come -le alcanza un trozo de rata asada-. Es carne, buena, no siempre tengo carne.
- No, gracias. Si quieres he traído comida: queso, chorizo y vino.
- ¿Vino? Yo no bebo, no deja mamá. Queso sí, chorizo sí. ¿Tienes pan? Desde entonces no como pan.
- ¿Desde cuándo?
- Desde la guerra. Desde que huimos de los hombres que mataban. Desde que me perdí.
Samuel le observa con curiosidad, empieza a atar cabos, le pide que le cuente su historia a lo que el viejo accede:
- De mañana sonaron bombas, en el otro pueblo. Padre nos despertó. Madre esperaba otro hijo, no podía subir deprisa hasta la cueva, se quedó abajo. Martín, el hijo del tío Pascualón, iba con mí; corrimos cuesta arriba, nos perdimos. Un hombre con rifle le mató, se cayó encima de mí, yo me asusté, me dieron golpes, creyeron que yo muerto también y se fueron. Ya no bajé, sólo a buscar el arcón de madre. Me quedé solo.
- ¿Te acuerdas de cuál es tu nombre?
- Sí -titubea- Antonio. Antonio Yela. De los Yela de...
Samuel no le deja continuar, atropelladamente le cuenta que él es su sobrino, que su madre tuvo una hija, que dio a luz junto a una de las cuevas más cercanas al pueblo, que los "hombres que mataban" la dejaron en paz, que ahora todo estaba tranquilo y él podría regresar y vivir en la casa de adobe de los abuelos, al fin y al cabo le pertenecía en buena ley; vivir como una persona y rodeado de personas. El pobre viejo mueve la cabeza, titubea, aquello le suena a locura "hace tanto tiempo que no está con el resto del mundo que ha muerto para él."
- Si voy de aquí ¿dónde llevo a Martín?, además ya no puedo con el arcón de madre.
- No te preocupes, a Martín vendría a buscarle más tarde con algunos hombres del pueblo, el arcón tal vez pueda bajarlo yo. ¿Dónde está?
- Aquí, en agujero.
Samuel lo saca con cuidado, es una gran caja de madera bien trabajada, ahora es de color verdinegra por el musgo que se le ha adherido por los bajos. Aún conserva los herrajes, aunque oxidados. "¿Puedo abrirlo? -pregunta."
- Sí.
El arcón contiene de todo un poco: fotografías antiguas, un bolso de fiesta, un traje de pana ("El traje de los domingos, era de padre -le explica Antonio-"), un vestido de novia bastante bien conservado a pesar de las circunstancias, unos zapatos de tela, dos candelabros, restos de vajilla, monedas de la República y anteriores, libros, cartas de amarillento papel... "¡Ah, -exclama Samuel- si hubiera encontrado todo esto cuando tenía diez años, menudo tesoro! ¡Cuántos sufrimientos se habría ahorrado mi madre, habría conocido a su hermano! ¡Qué cantidad de vueltas da la vida! Cuando regresemos el tío Pascualón no lo va a poder creer. Enterrará a su hijo, se quedará tranquilo sabiendo dónde está".
- Tío Antonio, cuando acabemos de comer te vendrás conmigo. Tienen que saber que estás vivo. Pascualón se llevará una gran sorpresa. Regresarás al mundo de los vivos, pero antes tendré que adecentarte un poco, también te llevaré al médico... -Samuel le va enumerando todo lo que piensa hacer, Antonio le escucha, asiente con la cabeza mientras da buena cuenta de lo preparado por tía Resti-. Dejaremos esto tal y como me lo he encontrado, vamos a ver si ya ha parado de llover, si es así emprenderemos el camino de regreso.
Antonio se levanta con lentitud, le sigue como si de un perrillo amaestrado se tratase; Samuel recoge sus cosas, enciende la mecha de la lámpara de aceite y, abriendo la marcha, se dirige hacia la salida. Los densos nubarrones de unas horas antes han dado paso a un cielo azul, en el que el arco iris luce como celebrando la vuelta del "niño perdido". Atrás queda la cueva, las ilusiones de Samuel por hacerse famoso tras encontrar "un tesoro escondido", han dado lugar a la alegría sincera de tener junto a sí a alguien que daban por muerto desde hacía años, por haber satisfecho su curiosidad por el Monte, pero quedándole aún por explorar la cueva y un arcón y un anciano llenos de recuerdos…, pero esto ya es materia para otra historia.
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Nota.- Este relato está publicado en www.estandarte.com y pertenece al cuaderno "El giraldillo (Veintiún relatos y un poema)", presentada en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid y Registrado con el nº de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de Agosto de 2006.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Llegó el Adviento. A los que me visitáis os deseo de todo corazón que paséis una:

¡Feliz Navidad y que tengáis un próspero y pacífico año Nuevo 2009!

Belén del Ayuntamiento de Sevilla


- Joyeux Noël et Bonne Année!

- Merry Christmas and a Happy New Year

- Buon Natale e Felice Anno Nuovo

- Boas Festas e um Feliz Ano Novo

- Fröhliche Weihnachten und ein glückliches Neues Jahr!

- Feliz Natal! Feliz Ano Novo!

- Bones Navidaes & Gayoleru anu nuevu!

- Bon Nadal i feliç any nou!

- Bon Nadal e Bo Ani Novo

- Zorionak eta Urte Berri On!

- Kala Christougenna Ki'eftihismenos O Kenourios Chronos

- Colo sana wintom tiebeen

- Chung Mung Giang Sinh - Chuc Mung Tan Nien

- Pax hominibus bonae voluntatis,
Juana Castillo.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Un poema que es un grito en el desierto. Ayer asesinaron a otro ciudadano español en el País Vasco.

Imagen obtenida en Internet
¿Hasta cuándo? ®


¿Hasta cuándo tendremos que soportar esta bestia inmunda?
¿Hasta cuándo los intransigentes nos harán sentir dolor?
¿Hasta cuándo esos innombrables se arrogarán derechos que en nada se fundan?
¿Hasta cuándo creerán que enarbolan la bandera del honor?

¿Hasta cuándo el pueblo vasco permanecerá callado?
¿Hasta cuándo permitirán que les/nos pisoteen y masacren?
¿Hasta cuándo ese silencio se convertirá en clamor?

¿Hasta cuándo matarán, fundándose en no se sabe qué derechos?
¿Hasta cuándo esperaremos a que comprendan lo execrable de su acción?
¿Hasta cuándo aguardar a que aprendan
que la libertad sólo se obtiene por la fuerza del amor?

Juana Castillo Escobar.
Jueves, 4-XII-08 -9,49 a.m.
Me publicaron este poema en la página de la Asociación 11-M Víctimas del terrorismo.
También en el nº 43 de la revista Transparencias:

lunes, 1 de diciembre de 2008

Empecemos diciembre con "una sonrisa"

Venus de Milo, museo del Louvre - París (Francia)
Un regalo de los dioses: "muñequita"
Juana Castillo Escobar ®



"Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania.
Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven;
amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre."
Vladimir Nabokov: "Risa en la oscuridad".


Albinus se casó púber. Escasamente enamorado de una mujer con quien creyó alcanzar la felicidad. Una mujer que, en los primeros años, se desvivió por hacerle dichoso pero, a medida que éstos pasaban, una apatía sin límites enfrió la relación. Entonces, Albinus, empezó a fijarse en otras mujeres. En su cabeza enraizó el deseo. Un pensamiento fijo le torturaba: el anhelo de encontrar otro amor.
Podía permitirse mantener una amante, o dos. Con su fortuna cualquier jovencita debería caer rendida a sus pies. Pero, Albinus lo sabía, no era un Adonis: de piel transparente, pequeña estatura, entrado en carnes, con cara de ratón miope y casi calvo..., no, no se trataba del amante apropiado. ¡La chequera! ¡La chequera podría, como siempre, sacarle del apuro!
Una mañana lluviosa y gris, decidió dejar el coche en el garaje. Se dirigiría hasta su empresa caminando. Entonces la vio. Estaba allí, tras el escaparate de aquella tienda inaugurada semanas atrás. Sus largas piernas, su boca sensual y bien pintada, su larga cabellera castaña...
- ¡Tiene que ser mía a cualquier precio! -Exclamó con rabia.
Al final lo consiguió. Abandonó a Elsa, su mujer, y llevó a Theodora al hotel más caro de la ciudad. La inundó de costosos regalos: un elegante salto de cama, un valiosísimo diamante, un cotizado perfume, un hermoso ramo de rosas rojas... Una vez en la suite pidió champán francés, Habanos de calidad superior y una cena exquisita. ¡Todo era poco para ella! Albinus le habló de sus aspiraciones, de sus sentimientos, de sus miedos, entre bocado y bocado de caviar ruso, largos sorbos de champán francés, caladas al puro y embriagado por el aroma a Chanel nº 5 que se desprendía del cuerpo de la joven. Estaba tan tentadora, sentada frente a él, con sus labios bien perfilados, con sus rosados hombros al descubierto y el comienzo de sus senos casi al aire…
Soltó el puro, los emparedados, y en brazos la llevó hasta la cama. No podía aguantar más. Albinus, tendido sobre ella, junto a ella, la amó entre sábanas de raso apasionadamente, con frenesí, hasta la extenuación. Ella se dejó hacer, sin una mueca, sin un mal gesto, sin un suspiro. En silencio.
Cansado y feliz, encendió un nuevo Habano y empezó a hablar, a hacer planes de futuro. Movía sus anchas manos como alas de mariposa, con tan mala fortuna que la punta del puro chocó contra la cadera de la joven. De inmediato Albinus escuchó un:
- Fishshshsh, fishshshshsss.
También de inmediato se vio abandonado por Theodora, su regalo de los dioses, su "Muñequita". En un arranque de locura corrió hasta el balcón, abrió los amplios ventanales, se encaramó como pudo sobre la balaustrada de mármol y se dejó caer sobre los negros adoquines de la Grand Platz. Su cuerpo, semejante al de Arlequín, quedó inerte, fracturado en medio de la plaza. De inmediato docenas de ojos curiosos lo rodearon. Cuchicheaban entre sí, o se espantaban; luego, proseguían su camino.
Albinus jamás podrá escribir su historia, ni su feliz aventura que terminó tan desastrosamente. Mientras caía una pregunta revoloteó por su cabeza:
- ¿No habría sido mejor pedirle a la dependienta del sex-shop que fuera ella mi "Muñequita"? ¡Tal vez hubiera tenido suerte, y ella accedido... oh, oh, oh!
¡Plaf!
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Nota.- Este relato también está publicado en la página Web: www.estandarte.com
Pertenece al cuaderno titulado "El giraldillo (Veintiún relatos y un poema)", presentado en el Registro de la Propiedad Intelectual el 24-V-06, a la que correspondió el nº M-004098/2006. Y número de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de Agosto d 2006.

martes, 25 de noviembre de 2008

Relato de crudo invierno

Muñeca de escayola imitando a porcelana,
trabajo artesanal realizado por Juana Castillo Escobar.
(Pintura de cara, manos y piernas al óleo; cuerpo y traje cosidos a mano)
Vestidas de azul ®
Juana Castillo Escobar


De forma invariable, como de costumbre, aquel año nevó la noche de Reyes. Cuando las hermanas Montalto despertaron, el campo que circundaba la casona apareció pintado de blanco. Alegres, vestidas de azul, corrieron hasta la sala, la gran sala donde aguardaban sus regalos. En torno al descomunal abeto las cajas, envueltas en papeles de vivos colores y cerradas con grandes lazos, mantenían en su interior el secreto de sus deseos, que eran justamente lo que les habían pedido. En la chimenea crepitaba un alegre fuego. Y, en toda la casa, se podía sentir su calor, también el agradable aroma a resina quemada. Fuera, Hugo deambulaba por la hacienda. Para él, un año más, los Reyes le habían olvidado. Al menos, en ningún rincón de su casucha, encontró nada. Tal vez, a la noche, cuando sus padres regresaran de su trabajo en la casona, le traerían algo. O, tal vez, sus Majestades habían perdido algún detallito en la casa de los señores, aunque fuera un coche viejo o un balón usado... Hasta él llegaron las risas y los animados cánticos de las cuatro hermanas. En aquel momento debían jugar al corro. Estaba seguro. El muchacho, como pudo, trepó por el roble que crecía junto a la casona. Desde él podría ver a las niñas y confirmar su teoría. Escondido entre las deshojadas ramas, mojándose con la nieve que las cubría, las contempló embobado. Jugaban, como él las imaginó, en torno al gran abeto. Cantaban felices:



"Tengo una muñeca
vestida de azul
con su camisita
y su canesú.
La saqué a paseo..."



- Hoy no podremos salir de paseo -exclamó la segunda hermana con tristeza.
- Quizá sí. Si nos abrigamos bien, a lo mejor nos dejan jugar un ratito en la nieve. Haríamos una batalla formidable. Pediremos que nos acompañe Elsa, la hermana del jorobadito, si no tiene cosas que hacer en la casa.
- Mira, Leonor -dijo la pequeña-, ahí está Hugo, en el árbol, espiándonos como siempre. Las cuatro se acercaron a la ventana. La entreabrieron un poco y, desde el alféizar, comenzaron a sonreír al muchacho. Después le fueron enseñando sus regalos de Reyes. Hugo, sin inmutarse, las observaba. Las niñas cantaron:

"Tengo una muñeca
vestida de azul.
Anda, Hugo, dinos:
¿Qué tienes tú?"


Después, rieron. Como él continuaba callado fueron más allá en sus vejaciones. Una de ellas, la pequeña, le sacó la lengua; la segunda también. La tercera le hizo burla: dejó la ventana unos segundos, al cabo volvió cojeando, se asomó a ella, ahora llevaba un almohadón en su espalda que imitaba la incipiente joroba del chico. Leonor, la primogénita, reía las gracias de sus hermanas. Cansada de tanto mutismo le increpó:
- ¿Acaso te has convertido en pájaro para estar ahí subido? Como sigas espiándonos me chivaré a mis padres. Ellos se lo dirán a los tuyos para que te riñan. Y, si continúas, les pediré que tú y tu familia seáis expulsados de la hacienda por muy contento que esté mi padre con el tuyo por ser tan buen ojeador y chófer. O mi madre con los servicios de la tuya, y de tu hermana. Se quedarán todos sin empleo. También tu hermano, el pastor...
Dicho esto hizo una bola con la nieve depositada sobre el zinc de la ventana y la lanzó, con tal fuerza, que el muchacho perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Las demás hermanas reían. Él, dolorido y despechado, intentó levantarse y salir corriendo. Deseaba desaparecer. Ellas cantaron de nuevo:


"Tengo una muñeca
vestida de azul,
y un sirviente cojo, jorobado y loco:
Hugo, dinos,
¿qué tienes tú?"


La pequeña gritó:
- Loco, loquito. Algún día serás mi paciente. Estás enfermito... -de nuevo Hugo pudo oír las risas de las cuatro hermanas ya en la calidez del salón.
En el Psiquiátrico Hugo observa a través de la ventana enrejada que da al patio, éste parece una enorme pizarra pintada con tiza. También hoy debe ser el día de Reyes, pero tampoco le traerán nada esta vez. Todos piensan que está loco. ¿Porque se pasa la mayor parte del tiempo cantando "Tengo una muñeca"...? ¡Que piensen lo que quieran, a él le da lo mismo, en el sanatorio está caliente y atendido! A través de la puerta escucha la inconfundible voz del doctor. Pasea por el corredor con alguien a quien le va explicando:
- En este ala se encuentran los enfermos con cargos penales, señorita Montalto. Se trata de esquizofrénicos, paranoicos, oligofrénicos… Han llegado hasta aquí tras haber cometido alguna falta grave que, por otro lado, no la llevaron a cabo de forma voluntaria ni premeditada sino que todo es achacable a su mal.
Hugo sonríe con perversidad. "Señorita de Montalto. Señorita de Montalto. Yo conocí a cuatro señoritas de Montalto y por ellas estoy aquí..."
- ¿Podría ver a este enfermo? ¿Cómo se llama?
- Aquí son sólo números. Este es el 634.
- ¿Por qué está aquí?
- Violación.
A través de la gruesa puerta ambos doctores escuchan la salmodia de Hugo, que no acaban de entender. Él canta:


"Tuve cuatro muñecas
vestidas de azul
violenté a las cuatro
por cantarme:
Hugo, dinos,
¿qué tienes tú?
Ahora tengo a la más pequeña
que doctora es,
dijo que me curaría
entonces de aquí pronto saldré."

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Nota.- Este relato está publicado también en la página Web: http://www.estandarte.com/ y forma parte del cuaderno titulado "Relatos para las cuatro estaciones -Invierno-". Presentado en el Registro de la Propiedad Intelectual el 16 de agosto de 2005, nº M-006286/2005. La matriz de inscripción definitiva: nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de marzo de 2008.



jueves, 20 de noviembre de 2008

Día de la Infancia

Foto obtenida en Internet
En el Día Internacional del Niño, y porque no todos viven felices, muchos sufren y no conocen lo que es ser niño, por eso, y sin ánimo de aguaros el día, me pregunto:

¿Infancia feliz? ®
Juana Castillo Escobar


A tí, niño querido,
Tierno infante, o ya mocito.
A tí, querido niño,
Quiero rendir homenaje
A tu dolor,
Con infinito cariño.
Quiero cantarte a tí,
Niño somalí,
Muchacho peruano,
Chileno, brasileño,
Dominicano,
Hindú, judío, palestino o iraquí...
O gitanilla del suburbio de Madrid.
¿Qué más da vuestra raza,
El entorno,
El lugar de nacimiento
Si todos "gozáis"
Del mismo sufrimiento?
Con el corazón desgarrado
Por vuestra infinita tristeza,
Esta que os escribe
Os quiere recordar
Dejando sobre el papel la impronta
De vuestra infelicidad.
Niños del Tercer Mundo,
Nombre horrible inventado
Por los que todo tienen
Atado y bien atado.
¿Cómo os podría ayudar?
Cobijo quisiera ofreceros,
Un techo bajo el que descansar
Sin sobresaltos,
Sabiendo que mañana
Podréis desayunar,
Por ejemplo.
Daros todo mi cariño,
Amparo, consuelo…
Creo que, con saberos queridos,
Todo se os haría más vivo.
Ahora, unos morís,
A otros, os matan,
Otros aprendéis la maldad
De vivir entre "las ratas".
¡No hay derecho!
¡No hay justicia!
Este Primer Mundo,
Que de los demás se olvida,
Debería de acordarse
De cuando él también padecía.



Viernes, 11 de Junio de 1993 - 10,40 a.m.
Este poema forma parte de una antología titulada "Contigo somos tres",
poemas para canciones 1ª parte, aún inédita. Lo tengo también publicado en "My space" y en el blog "Pluma y Tintero".

domingo, 16 de noviembre de 2008

Recuerdos

Attitude - Margot Fontein y Rudolf Nureyev
Foto obtenida en Google
En el principio (un pedacito de historia) ®
Juana Castillo Escobar

Entonces lo comprendí todo… En el principio fue el verbo. Amar es el origen. Amaron y nací. Me dieron amor y amé lo que ellos amaban: los buenos libros, la escritura, nuestra casa. La casa de mi niñez, antigua, anclada en el Barrio de Maravillas, en una calle tan estrecha y corta que semeja la añosa arteria de una anciana acartonada y seca. Hoy las piedras de sus muros están grises, encanecidas por el tiempo, pero pervive hermosa en mis ensueños. Recuerdo con todos mis sentidos su portal pequeño; la escalera oscura, con peldaños tan ajados y chirriantes que daban paso a una extraña música cada vez que bajaba corriendo; la vivienda amplia, como casi todas las de la zona. La vida se hacía en la cocina; el hogar, aún de carbón y leña, en el invierno arrojaba gratos aromas a resina; el fregadero y su grifo de latón que, de tan brillante, parecía de oro; el único aparato de radio descansaba sobre uno de los basares y amenizaba las tardes y los días trayendo las pocas noticias que llegaban del exterior, música de los cincuenta, sainetes, zarzuelas, Matilde Perico y Periquín.... A través de su ventana nos llegaba el dulce olor a pan y a masa para bollos que fabricaban en la tahona del piso bajo. El paisaje que nos brindaba era el de un patio estrecho, gris y desconchado, pero con vistas al cielo. La única nota de color estaba en los balcones con sus macetas en las que claveles, geranios de olor, hierbabuena y albahaca esparcían su aroma por la casa a la llegada del buen tiempo. En el invierno la fragancia era especial pues los armarios roperos, hacia Noviembre, guardaban entre la ropa blanca, membrillos envueltos en papel de seda junto con bolsitas rellenas con espliego y romero. Ahora, lejos de esta casa infantil, revivo costumbres, leo, escribo, veo crecer a mi hija… regreso, en fin, al origen: evoco y amo pues en el principio fue el verbo. Amar está en el principio, cuando amas es cuando lo comprendes todo.
_____
Nota.- Este relato está publicado también en www.margencero.com y pertenece al cuaderno "El giraldillo (veintiún relatos y un poema)" registrado en el Registro Territorial de la Propiedad Intelectual con el nº de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de agosto de 2006.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Un poema solidario

Auguste Rodin - Mano de Dios, 1898



… Y te entrego mi poema, Colombia ®


Recibí la llamada a la solidaridad
De un pueblo hermano que agoniza
Bajo la bota del opresor que aterroriza,
Mata, viola, destruye todo cuanto a su paso halla:
Todo lo que no se adecua
A la norma establecida
Hay que sacarlo de esta vida, no interesa, es morralla.

Desde la lejanía escribo mi poema,
Tiendo mis manos vacías
De odio
Y las dejo volar a través de valles y montañas,
A través de pedregales, ríos, lagos y pastizales,
En el deseo de que atraviesen el océano y lleguen
Hasta Colombia, hermana, de corazón y de sangre,
De parecidas costumbres y lenguaje.

Apóyate en mis manos, hermano,
Y en otras manos que, como las mías,
Se abren para curar heridas,
Restañar la sangre vertida,
Apaciguar tensiones…

Aunemos nuestras fuerzas,
Unamos nuestras voces:
Gritemos en un poema: no a la guerra,
No a las masacres, no a las minas…
Y sí a la comprensión, a la solidaridad, al amor global.

Globalicemos el amor:
Reguemos el orbe todo con este sentimiento,
Dejemos que su semilla arraigue
En forma de poemas, de manos tendidas…
Dejemos que hable el corazón,
Que la fuerza de su voz acalle el estruendo de las armas,
Si Gandhi lo consiguió
¿Por qué no conseguirlo ayudándonos tan sólo
Con nuestra voz?
¿Con la voz de un puñado de poetas locos?




® Juana Castillo Escobar
Madrid, 15 de Marzo de 2008 – 22,18 p.m.
Poema enviado a "Poetas del Mundo" en solidaridad con el pueblo colombiano.
http://www.poetasdelmundo.com/verInfo_europa.asp?ID=3486


viernes, 17 de octubre de 2008

Un relato otoñal

Imagen obtenida en Internet

Una estación llamada soledad
Juana Castillo Escobar ®



Amado llegó corriendo del colegio, puntual, con la idea de encerrarse, como acostumbra, en el gabinete (un salón rectangular de suelo de baldosa cocida, en tonos verdes, y con una greca bordeándolo). Para él se trata de la habitación más acogedora de la casona donde suele preparar los deberes y leer alguno de los libros prohibidos que tanto llaman su atención. Fuera llueve a cántaros. Empapado como está, estornudando, atraviesa el largo pasillo de madera. Las botas suenan chof-chof-chof a cada paso, y sus huellas se marcan sobre la tarima aún brillante y con olor a cera. El muchacho pregunta en su camino hasta el gabinete, más que nada por quitarse miedos infantiles:
- ¡Hola! ¿Es que no hay nadie en casa? ¿Dónde os habéis metido?
Silencio.
Al entrar corriendo en la habitación, las botas mojadas le hacen resbalar y caer al suelo. Y, de pronto, inexplicablemente, comienza a llorar. Ahora grita como un poseso:
- Me he clavado la esquina de la mesa en mitad del trasero. Casi me lo parto. ¿Es que no hay nadie en casa que me pueda ayudar? ¿A nadie le importa lo que me ocurre? ¿Por qué me castigáis dejándome solo?
El vacío es lo único que obtiene por respuesta. Está, como ocurre invariablemente los últimos meses, solo en casa. Es más, hoy no tiene el arrullo de los gorriones jugueteando en la baranda del balcón, también ellos le abandonan. Fuera hace mucho frío, el cielo tormentoso no para de volcar litros y litros de agua que el fuerte viento arrastra hasta los cristales del gabinete. Amado llega a la triste conclusión que de nada sirve su llanto histérico. Considera que lo mejor es callarse, el llorar es un gasto inútil de energía. Más tranquilo se levanta del suelo. Mira a su alrededor con ojos de búho. Al menos, han tenido la delicadeza de encender la chimenea, podrá calentarse al amor de la lumbre, secar sus cabellos revueltos y ensortijados de un castaño clarito y muy brillantes, o los pies empapados, mientras disfruta del aroma a resina que desprenden las teas al arder.
- Pues yo no voy a ser tan delicado -gruñe-. Las manchas de las botas sobre la madera del pasillo pienso dejarlas. Mi madre chillará al verlas. Dirá que le estropeo el barnizado, que soy un vándalo incorregible, que le pongo los nervios de punta y no sé cuántas cosas más... ¡Todo me importa una mierda! ¿Oís? Como estoy solo digo lo que quiero: mierda, mierda, mierda...
Una idea se le vino a la mente. Fue como la arcada anterior al vómito. Si saber bien por qué aquel pensamiento le produjo náuseas: los adultos le parecían seres incomprensibles. Tanto, que no lograba entenderlos. Recuerda con ternura un tiempo no lejano, cuando era algo más pequeño, en el que los mayores trataban de llamar su atención. Le hacían tantas carantoñas que terminaban por incomodarle. Los más circunspectos amigos de su padre no dudaban en hacer el payaso ante él cuando éste le llevaba a su enorme despacho en la Bolsa. También las amigas del Ropero de su madre se excedían en sus parabienes tirándole pellizcos en las mejillas, llenas y sonrosadas, besuqueándoselas y llenándolas de baba o carmín; sin recato reían sus gracias las soirées de partida en el gabinete, cuando aún hacía frío, envueltas en Chanel número 5, Miss Dior o Aires de Loewe. Ahora su madre salía de casa todas las tardes: unas a tomar el té con las señoritas de Nosécuántos, otras al gimnasio, otras a colaborar con una ONG con el fin de ayudar a los niños necesitados del África negra... Siempre estaba ocupada, siempre fuera de casa, pero atendiendo a otros que no eran él. Un día, de repente, su madre decidió que ya no precisaba de los cuidados de la Tata. Todo lo bueno había desaparecido. ¿Por qué?, se preguntaba Amado. ¿Por qué? ¿Tan malo era? Tras dar muchas vueltas a la cabeza llega a una dolorosa conclusión ayudado al ver su imagen reflejada en el gran espejo de marco rococó y cubierto de pan de oro que colgaba de una de las paredes: había crecido tanto en aquellos meses que, en alguna ocasión, llegó a pensar que no se detendría más. Todo el encanto de la infancia lo perdió al dar comienzo a una transformación que lo estaba convirtiendo en un mozalbete larguirucho, con un cuello al que le empezaba a asomar una feísima prominencia, una voz que pasaba del más fino agudo al grave más profundo, y unos granos insufribles que estaban tomando posesión de su cara. No era extraño que ya no le prestaran ninguna atención. Quien más se preocupaba por él era el psicólogo a quien visitaba dos veces por semana. Éste le decía:
- Amado, lo que pasa contigo es que eres un niño que aventajas a todos los de tu edad. Piensas más de lo que debes. De siempre has sido demasiado precoz, en todo. A nadie se le ocurriría decir lo que me dijiste cuando tenías siete años: si tan amado eras para tus padres, que te pusieron incluso este nombre que tanto te disgusta, ¿por qué te tienen tan abandonado? ¿Al cuidado de la Tata? ¿Solo? Hoy opinas que deberían llamarte Ignoro... Procuraré hablar con ellos en un momento que encuentren libre.
El muchacho sabe que sus ocupaciones no les permitirán hablar con él. Lo mejor es lo de siempre: resguardarse en el gabinete, no sólo para preparar las clases, sino también para vivir en otros mundos excitantes aventuras, traspasar ámbitos prohibidos, salvaguardados en aquellos viejos y polvorientos tomos. Algún día escribirá su historia, en el gabinete que tanto le inspira. Por ahora se encuentra expectante. Se siente como un viajero que aguarda la llegada de un tren que le conducirá a un mundo diferente, al mundo que él mismo logre construir. Por ahora aguarda en una estación llamada soledad, un alto en su camino de niño a hombre. Pero no importa. Nada importa. En voz alta se alenta a sí mismo:
- El tiempo pasa, me haré mayor... Llegarán los años en que yo cuente...
_______
Nota.- Este relato está publicado también en la página Web www.estandarte.com. Pertenece al cuaderno Relatos para las cuatro estaciones, y dentro de él al apartado del Otoño. Este cuaderno y sus relatos están registrados en el Registro de la Propiedad Intelectual en fecha 16 de Agosto de 2005-Nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de marzo de 2008.

sábado, 4 de octubre de 2008

Una imagen, un poemita al estilo japonés

Giuseppe Arcimboldo - El otoño, 1573



0026 ®


Se escondió la luz

Y llegaron las sombras.

Nació el otoño.



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Nota.- Este poemita pertenece al Cuaderno de haikus en el que estoy trabajando.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Publicación del primer libro del Taller Literario que dirijo


Pluma y Tintero tiene el placer de invitarte a la presentación y lectura de la antología Un sueño dorado, primer libro de relatos del Taller.
El acto tendrá lugar en el Centro Cultural “Pablo Picasso” el próximo día 13 de octubre, lunes, a las 19 horas. Calle Seseña, nº 9.
Autobuses: 25 – 55 – 138
Metro: Casa de Campo, Campamento y Aluche.
Nos encantará encontraros allí,
Las autoras.
Madrid, 27 de Septiembre de 2008
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Nota.- Todo aquel que desee un ejemplar puede solicitarlo y se le enviará por correo postal contra reembolso de 14 €, más los costos devengados por gastos de empaquetado y envío.
Contactar vía e-mail con Juana Castillo:
plumaytintero@yahoo.es
Tenéis que mandar: nombre y apellidos, dirección (calle, número, piso), código postal, provincia y país.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Para darle la bienvenida al otoño... Un relato.

OCASO ®

Juana Castillo Escobar




Había comenzado a anochecer. Por momentos las nubes se teñían de tonos que iban del coral al violeta. Hiela. El otoño se ha presentado antes de tiempo y mucho más desapacible de lo habitual.Cuando el parque quedó vacío de los escasos niños que aún jugaban en él, Adán permaneció sentado en uno de los bancos de madera. Observa el entorno. Su entorno. Ahora lo envuelve un fantasmagórico silencio que él rompe con su voz entrecortada y gangosa:
-Ya puedo acercarme hasta mi contenedor.
Con parsimonia Adán se levanta del asiento. Camina encorvado y se acaricia las barbas. Sonríe mientras contempla cómo de las ramas, ya casi desnudas, se van desprendiendo las hojas secas. Enajenado baila con ellas que caen al suelo al compás de la música que les marca el viento. Este, al principio, es fina brisa; instantes después sopla con fuerza y barre, inmisericorde, el mullido y policromo tapiz que poco antes él mismo ayudó a formarse. Pero el cambio le viene muy bien a Adán pues las hojas están ahora amontonadas junto al contenedor, a su contenedor, en el que intenta encender una fogata. Encorvado sobre el fuego lo remueve con ramas secas que después echa en la hoguera. Las llamas, altas, hacen bailotear la sombra de su nariz prominente por toda su cara. Continúa sonriendo. A través de sus finos labios se adivinan unos dientes pequeños y amarillos de sarro.De improviso el sol cayó y todo quedó a oscuras. Un quejoso ladrido rompe el creciente silencio y hace que Adán se yerga y mire hacia atrás.
-¡Ya vienen estos apestados! ¿Acaso no saben que el parque es mío? ¿Qué es propiedad familiar?… Y, como siempre, querrán calentarse en mi fogata.
Leo, el perro cojo y matalón que acompaña a los recién llegados, se acerca a Adán con lentitud (hay que tener en cuenta, querido lector, que el animalito es cojo de la pata trasera izquierda, además de presentar múltiples heridas y bocados que luce su piel enferma por lo que, es obvio, su salud es más que precaria y no le permite, por tanto, correr). Como decía, Leo se acercó a Adán con lentitud y restregó su lomo, cariñoso, contra el viejo abrigo del primero. Este grita enloquecido:
-¡Quitadme esta bestia sarnosa de encima o lo aso para la cena!
Uno de los recién llegados silba y Leo deja sus carantoñas para otro momento.Se trata de una pareja de unos veinticinco años, tal vez menos, de mugrosos drogadictos. Caminan hasta el contenedor y saludan a Adán. Éste no se digna a levantar la vista. Mueve la cabeza de uno a otro lado. Ha dejado de sonreír. De repente exclama:
-Estaban aquí. Hace un momento estaban aquí mismo. Los habéis asustado y han desaparecido.
-¿Quiénes han desaparecido, tío? Aquí sólo estamos nosotros cuatro. Bueno, cinco, porque se acerca por ahí enfrente una vieja cargada con la casa a cuestas.
Adán continúa con su tema:
-Los he visto. Tal y como te veo a ti y a la sucia de tu novia…
-No te consiento…
-No me consientas lo que quieras, pero los he visto. Han salido de la hoguera para decirme que debo volver a casa y hacer valer mis derechos. Que todo esto es mío… Pero al escuchar los ladridos, de repente me han hecho burla y se han ido.
-Joer…, y luego dicen que yo alucino cuando me meto un pico. Tío, tú no te quedas atrás. Estás peor que yo.
Al decir esto Adán monta en cólera. Grita frenético:
-Yo no estoy mal. No estoy loco como quieren hacerme creer mi padre, mi madrastra, médicos, enfermeras y, ahora, también vosotros. Los he visto… Si no me crees márchate a otro lado con tu novia y el sarnoso de tu perro. El fuego lo he encendido yo. Es mío. Largo. Largo.
-Vale, tío, no avasalles, ya nos abrimos. ¡Que pases buena noche con la vieja, ah, y con los fantasmas!
-¡Yo no veo fantasmas, drogata de mierda! Han estado aquí. Juro que han estado aquí…
-Nos largamos. Bajo los pinos pasaremos la noche. Vamos, Leo. Chiqui, muévete, nos fumaremos un par de porritos y a dormir en la gloria…
-No, en la gloria no, en mi parque.
-¡Que te den, loco de mierda!
El viento arrecia. Las ramas, como brazos nudosos, entrechocan. La batalla ha comenzado.La mendiga, una mujer de edad indefinible, casi calva y desdentada, se acerca hasta el contenedor; empuja un carro de hipermercado en el que van todas sus pertenencias. Después de titubear unos instantes, alarga unas manos artríticas y renegridas sobre el fuego, luego las restriega para, un poco después, recorrer con ellas su cara tan arrugada como una pasa. Con ojos vidriosos y voz aguardentosa se dirige a Adán:
-¿Tú también ves apariciones en el fuego?
-¡Déjame en paz, vieja! Hueles mal.
-Yo los veo hace años. Antes no olía mal…, me bañaba todos los días…, me perfumaba…, gustaba a los hombres…, alternaba con ellos. ¿Sabes que fui famosa?
-¿Y a mí qué? Yo sólo sé que, cuando mi madre murió, comenzó mi fin. Primero dejé de hablar a todo el mundo. Luego llegaron mis amigos silenciosos… Mi padre se casó y vendió el parque, mi parque, el parque de mi madre, de mis abuelos… Porque este parque es mío, era mi herencia… Pero yo veía y hablaba con mis amigos silenciosos. Ellos me aconsejaban… Y asusté a mi madrastra. Ella consiguió encerrarme y yo me escapé…
-Te entiendo. Yo también viví bien... Fui una famosa artista de varietés.
La vieja ríe. Tras decir esto alza los brazos y baila; intenta que sus movimientos sean sensuales pero resultan patéticos. Fatigada continúa su explicación:
-Dilapidé verdaderas fortunas en noches de excesos… Ah. Ah. El asma no me deja hablar. Me acurrucaré en este banco, junto a tu fuego… Muchacho, no me gusta dormir sola… Pasaremos la noche en compañía… Si te apetece un trago de aguardiente…, no es coñac francés, pero entona los huesos y me ayuda a conciliar el sueño, a soñar…
-Dejo que te quedes, vieja, con una condición: siéntate de forma que el viento no traiga tus hedores hasta mi nariz. Yo charlaré con mis amigos silenciosos, por eso no quiero aguardiente, deseo estar lúcido durante nuestra reunión. Quizá mañana regrese a casa en busca de lo que me pertenece…
Las farolas hace tiempo que alumbran los rincones más alejados del parque. Despiden una luz amarillenta que alarga los volúmenes y los vuelve indefinidos. La laguna, situada en el centro del jardín, despide aromas a humedad y yerba recién cortada, de ella se desprende una débil neblina. Adán continúa de pie, junto a su fuego. Habla solo. Está decidido: con las primeras luces del día regresará a casa junto con sus amigos los fantasmas, ellos le apoyarán y le servirán de guía ante la intransigencia de los suyos. La pareja de drogadictos, fuertemente abrazados, duerme bajo los pinos. Leo, el perro sarnoso, descansa a su lado hecho un ovillo. Mañana, así lo han decidido ellos también, regresarán a su barrio, en él tienen amigos y una chabola en la que guarecerse del relente de la noche. La niebla se va espesando y el frío se hace cada vez más intenso.La vieja, a pesar de llevar falda sobre falda, sonríe al escapársele el último aliento de vida perseguido por un soplo de viento.
___________
Nota.- Este relato pertenece al cuaderno titulado "Relatos para las cuatro estaciones" -en el apartado "Otoño"- y presentado en el Registro General de la Propiedad Intelectual el 16 de Agosto de 2005, al que correspondió en nº M-006286/2005, Resolución conforme con nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de Marzo de 2008. También está publicado en la página web: http://www.estandarte.com

martes, 16 de septiembre de 2008

Antes de acabar el verano, un relato breve

Foto Google - Niños mineros
Camino de vuelta
Juana Castillo Escobar ®




Son las cinco de la madrugada y, como todos los días, me encamino al trabajo junto a mi padre. Él es un hombre alto, fornido, algo cargado de espaldas, de voz ronca y tos fuerte. Siempre lleva el pico al hombro. Su rostro, surcado de arrugas, triste y renegrido por el hollín que forma parte de él, no sonríe casi nunca.
Yo soy un niño. Sólo tengo seis años, pero soy imprescindible en la mina, al igual que otros muchos hijos de mineros: nosotros cabemos mejor que los mayores por las pequeñas vetas, somos sus ojos, ratoncillos que buscan por los rincones más estrechos la veta del codiciado metal. Me gustaría ir a la escuela, como van los hijos de los ingenieros, pero soy el primogénito de una larga familia que se dedica a esto por generaciones y de una familia grande que se moriría de hambre si yo no trabajara porque, aunque soy pequeño, mi sueldo es de gran ayuda en casa, así se lo he oído decir a mi padre y así debe de ser. Yo me siento orgulloso y feliz cada vez que bajo al pozo y, con el casco y la linterna, me adentro en las entrañas de la madre tierra. Es como hacer el camino de vuelta hacia el útero. Es como desnacer…
-Eso no se dice. El verbo desnacer no existe.
-Es igual. Mira, algo que he inventado.
Sí, lo recuerdo bien, muchacho. Todas las mañanas pensaba esto. Ahora, después de setenta años, y de haber malvivido, he llegado a la conclusión de que sólo eran ideales románticos, de niño, los que me hacían pensar así. Quería parecerme a mi padre. No pude crecer. ¡Qué lejos estaba de imaginar el infierno que vino pocos años después! Mi padre, aquel coloso renegrido, quedó sepultado bajo toneladas de piedra a causa de una explosión mal dirigida. Y yo, mírame bien, chico, yo me he quedado solo, acogido por caridad en este asilo, donde tú, mi cuidador, me escuchas o haces que me escuchas para tenerme contento. La mina, aquella a la que yo me entregaba con ardor cada mañana me dejó ciego, impotente, tullido, enfermo. No pude ir a la escuela. No pude tener hijos a quien escribirles o contarles mis sueños. Me veo solo, de nuevo de madrugada, a la entrada del túnel que me devolverá, al igual que en mi infancia, al seno de la madre tierra en camino de vuelta, un camino sin retorno.
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Nota.- Este relato también está publicado en la página web www.estandarte.com
Pertenece al cuaderno titulado "El giraldillo (veintiún relatos y un poema)", está registrado en Madrid, nº de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de agosto de 2006.


domingo, 31 de agosto de 2008

Antes de acabar el mes, un relato.




LA CASA ABANDONADA
Juana Castillo Escobar ®



Ángel va por el campo. Lleva una mochila al hombro. Es un chico despierto y juguetón que todo le produce una enorme curiosidad. El día se nubla por momentos. Gruesos y negros nubarrones se forman sobre su cabeza. Ve frente a sí la boca de una cueva algo disimulada tras una mata de retama. Es preciso resguardarse, el aguacero no se ha hecho esperar.
El interior de la cueva está oscuro. Ángel saca un encendedor del bolsillo trasero del pantalón, siempre lo lleva "por si las moscas". La llamita ilumina la entrada de la gruta. Estrecha y fría, sus paredes chorrean agua, del interior llega el silbido del viento. Ni corto ni perezoso el muchacho sigue hacia delante. Se percata que, al fondo de la entrada, hay un repecho; lo sube y encuentra frente a sí un pasillo angosto y oscuro como panza de ballena, pero llamativo y sugerente de aventuras sin fin. Avanza por aquel pasadizo. El mechero se le apaga varias veces.
- Debería haberme fabricado una antorcha, como hacían lo antiguos -masculla entre dientes y risitas-. Con esto no veo una gorda.
Hay un recodo. A su izquierda, peldaños empinados; el pasillo continúa de frente. No se lo piensa dos veces, sube por la escalera de piedra, al fin y al cabo le llevarán a algún sitio. Los peldaños son altos, desiguales, en forma de caracol. Al final de la escalera Ángel se topa con una trampilla.
- ¡Vaya, fin de trayecto! -Suspira desilusionado, al instante se interroga-: ¿Si empujo un poco con el hombro...?
La trampilla cede con trabajo, los goznes chirrían y su lamento se expande por todo el lugar con un sonido que trae y lleva el eco. Pero, al final, la trampilla se abre. Ángel se encuentra en lo que parecen las caballerizas de una mansión. Aún cuelgan las antiguas monturas en travesaños de madera, hay arreos tirados por el suelo, herraduras oxidadas, balas de paja y, suspendida de un clavo, envuelta entre telarañas, una vieja lámpara de aceite.
- ¡Ah -exclama mientras la coge y la enciende-, así se está mucho mejor! ¡Ahora ya puedo ver por donde camino!
Gira sobre sus talones. Lleva la lámpara en la mano derecha, alzada, para iluminar el entorno. En voz alta se pregunta:
- ¿Dónde demonios habré ido a parar? Cuando se lo cuente a mi madre le da algo, con lo miedosa que es.
Con la lámpara de aceite a la altura de los ojos, avanza por las caballerizas. Sale a un patio vacío y allí opta por una de las puertas que está entornada...

Hace apenas dos días que llegó a aquel pueblecito olvidado. Sus padres buscaban paz y sosiego, unas vacaciones diferentes. Él se negaba. Quería veranear en un sitio en el que "vivir aventuras a lo Indiana Jones. ¡Bah, este pueblucho de medio centenar de habitantes no me sirve!" Consideraba que se aburriría como una ostra. Gritó, pataleó, pero no le sirvió de nada, permanecería en aquel lugar durante todo el verano.
Nada más bajar del coche la vio en lo alto del monte, solitaria: "La Casona". Por su aspecto más parecía un castillo abandonado, casi derruido.
A las veinticuatro horas ya estaba preguntando y dándose a conocer:
- Hola, me llamo Ángel, he venido con mis padres a pasar aquí el verano ¿qué se puede hacer en este lugar?
"Pescar", le decían unos. "Cazar", otros. "Caminar por el monte", otros. "Observar las aves..."
Una muchacha a quien preguntó fue quien le habló de la casa, lo que contribuyó a que aumentase cada vez más su intriga:
- Yo no sé mucho. Sólo llevo una semana aquí. Pero, por lo que he oído en estos días, se trata de una casa encantada o maldita. Creo que lleva siglos abandonada. Dicen que está hundida en la montaña. La llaman "La Casona".
- Mañana mismo iré a verla -sentenció el chico con resolución-. ¿Me acompañas?
- No creo que me dejen mis padres. Además, soy muy miedosa y te estorbaría. Cuando vuelvas me lo cuentas.
Así Ángel, incitada su curiosidad, había partido muy de mañana hacia lo alto del monte.
Su madre no paró de recriminarle para que no saliera con frases como: "El día está muy oscuro y amenaza tormenta. Llevamos poco tiempo en el lugar y puedes extraviarte. No es conveniente que te aventures solo por unos parajes que te son desconocidos..."
Todo fue inútil. La curiosidad de su hijo le hacía testarudo y emprendedor. Ya tenía un motivo para quedarse. La aventura le llamaba. Preparó su mochila con unos cuantos sándwiches, agua, un pequeño botiquín y un impermeable y se encaminó hacia el monte, lo que menos se esperaba es que la entrada a la mansión fuera a través de una insignificante cueva.

Tras la puerta que daba al patio, se encontró con lo que, en otros tiempos, fuera la cocina de aquella gran casa: estaba vacía. De ella salió a un largo pasillo, empujó otra puerta y se encontró en el salón, un espacio rectangular, enorme, también vacío. Fue atravesando aposentos, dormitorios, pasillos, salones y salitas. Todo estaba vacío de muebles, vacío de lámparas, vacío de recuerdos, tan sólo existía en ellos polvo, telarañas, unos ajados cortinones de terciopelo granate que cubrían los ventanales y soledad.
Ángel fue avanzando lentamente. Subió por una gran escalera de mármol y llegó a un espléndido salón de baile, vacío también. Anduvo por un pasillo, tras una puerta se encontró con la biblioteca, abandonada. Salió al corredor, empujó otra puerta y tras ésta se vio sumergido en una sala abarrotada de las cosas más dispares: espejos, candelabros, cajas de música, balancines, sillas, sillones, cojines tirados por los suelos, libros, cuberterías, vajillas, cartas amarillentas y empolvadas, joyas y, colgando de la pared del fondo, totalmente limpio, un cuadro en el que una joven de cabellos rubios, ojos profundos y cara de ángel le sonreía dulcemente.
"¡Qué bonita es! -Pensó-. Su cara me resulta familiar, pero no sé bien a quien me recuerda!"
Curioseaba por la habitación cuando se percató de que existía un cuarto contiguo, abrió las cortinas y alzó la lámpara de aceite. Avanzó expectante. Vio ante sí un caballete sobre el que estaba posado otro lienzo. Se acercó: era la misma joven de la otra sala pero ahora iba vestida de amazona. Un pincel, que parecía movido por cuerdas invisibles, rellenaba de color los espacios en blanco. Una voz gutural, de ultratumba, resonó en el gabinete:
- Baja esa luz, me ciega y no puedo continuar mi trabajo.
Ángel dio un respingo. La lámpara de aceite se estremeció en sus manos.
"Esto es una broma, claro. Una broma preparada por los chicos del pueblo", pensó.
- Yo no gasto bromas -le respondió la voz después de leerle el pensamiento.
Creyó morir de miedo, pero la curiosidad era más fuerte que el temor.
- ¿Quién eres? -Preguntó sin saber muy bien hacia donde dirigirse.
- Rodrigo, el dueño y señor de esta casa. Deja de deslumbrarme, por favor, baja la mecha de esa lámpara.
Así lo hizo. A medida que la habitación se quedaba en penumbra, se iba recortando la silueta de un hombre fornido, de nobles rasgos, cabellos y barba dorados que permanecía en pie delante del caballete. En la mano derecha sostenía un pincel.
- Ahora puedo verte -le dijo el muchacho lleno de júbilo.
- Yo te he visto en todo momento. Hacía siglos que no venía nadie por aquí.
- ¿Siglos? Pero, dime de verdad: ¿quién eres?
- Te lo he dicho. Mi nombre es Rodrigo de Montalvo, sexto duque de Torre Hermosa.
- ¿Duque de este pueblo de nada?
- En mi época fue una gran villa pero, tras mi pecado, la gente debió salir huyendo de él y de mí.
- Cuéntame tu historia, por favor -le rogó mientras tomaba asiento en el borde de un polvoriento cojín.
- Pues verás -comenzó Rodrigo-, yo estaba felizmente casado con Clara de Montignac, la joven a la que siempre estoy pintando. Teníamos un hijo: Felipe. Nos amábamos con pasión. También tenía un hermano gemelo, Ramiro, estaba casado y tenía una hija: Lucía. Tanto nos parecíamos que, una vez en que yo salí de viaje a la corte llamado por el rey, mi hermano se hizo pasar por mí y sedujo a mi esposa. Al regresar de improviso, los encontré juntos, me cegaron los celos y los maté a los dos sin escuchar las razones de Clara. Quise acabar también con Felipe, pero la cocinera debió huir con él. Yo me clavé una daga en el costado y fui maldecido con vagar eternamente por mi castillo, en solitario, hasta que un descendiente mío se dirigiera a mí sin miedo, sepultara en sagrado los huesos de Clara, los de mi hermano y los míos.
- Y ¿dónde podré encontrar a alguien que sea pariente suyo después de tantos años?
- En la iglesia, quizá, sepan darte razón de mi estirpe.
Ángel se levantó. Aquel lugar estaba empezando a gustarle. Tenía "trabajo de investigación por delante". Se despidió de Rodrigo con la promesa de regresar y acabar con su vida-muerta o su muerte en vida.
- Aguarda, muchacho, abre esa cómoda…
El joven hizo lo que el espectro le pedía. Una vez abiertos los postigos el duque le dijo:
- Busca y llévate algunos documentos, son papeles en los que viene el árbol genealógico. Y este camafeo, te lo regalo, en él va la imagen de Clara. Quizá alguien, al verlo, pueda ayudar en tus pesquisas.
Fuera había dejado de llover. Olía a tierra mojada y el arco iris sonreía sobre el pueblo. Ángel se encontraba de nuevo en la boca de la cueva. Mientras se estiraba complacido masculló:
- Ahora este pueblucho me parece más interesante que cuando llegué. Tengo una larga tarea. Cuando se lo cuente a papá y a mamá, no se lo van a creer.
Bajó por la ladera de la montaña como alma que lleva el diablo. Tenía prisa por hablar con quien fuera. La primera persona con quien se topó fue con su vecina.
- Hola, Ángel. ¿Has subido hasta la casa? ¿A pesar del mal día?
Los ojos de Clara, los del cuadro, le miraban frente a frente. La carita redonda y la sonrisa de ángel se dibujaban también en la cara de la niña.
- ¿Cómo me dijiste que te llamas? -Preguntó curioso.
- Clara, Clara Montalvo, ¿por qué? No has contestado a mi pregunta.
- Déjalo, tenemos que hablar mucho tú y yo este verano. Tal vez la próxima vez me tengas que acompañar a la casa abandonada. He encontrado un trabajo que te implica y que espero te guste -la niña movió la cabeza dubitativamente. Ángel exclamó con ánimo-: ¡Ya verás, terminará por apasionarte! ¡Hasta tus padres se verán beneficiados! ¡Guau, menudo papelón!
Y, sin darle mayores explicaciones le puso en la palma de la mano el camafeo. Después corrió hasta su casa. Tenía que cambiarse, estar presentable para llegar a la altura de un cometido tan importante como el que se traería entre manos. Supo que su fama crecería desde aquel mismo instante.
Las visitas turísticas no se hicieron esperar...
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Nota.- Este relato está publicado también en la página www.estandarte.com. Pertenece al cuaderno titulado: "El giraldillo (veintiún relatos y un poema)" y registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid. Fecha: 24 de mayo de 2006, nº M-004098/2006. Nº de asiento registral 16/2006/5098, de fecha 30 de agosto de 2006.


martes, 19 de agosto de 2008

Premio "AMIGOS DE LA HUMANIDAD 2008"

Hace dos meses y un día (parece una condena), alguien que no conozco, me dejó un comentario en mi blog (en la entrada que puse gritando "No a la pedofilia") y, además del comentario, me dejó este premio que siento que no merezco, pero que quiero compartir con todos quienes me visitáis.
Aunque ya haya pasado tanto tiempo no tengo menos que decirte: GRACIAS, Kijiki por esta mención y por haberte fijado en este rinconcito mío que también es tuyo.
Su blog es: http://kijiki.blogspot.com/ y también ha sido condecorado con premio por su amor a las mascotas, FELICIDADES.

Un relato..., para sonreír


HILANDO SINÓNIMOS


Juana Castillo Escobar ®




Mañana de invierno. Un día cualquiera, en una ciudad cualquiera. La jornada, heladora, ha conseguido que la escarcha matutina se haya amalgamado sobre los adoquines formando una peligrosa pista de patinaje por la que Juan Despeño Rueda camina con precaución, teme resbalar. Se dirige hasta la parada del autobús, a pocas manzanas de su casa, para ir al trabajo. Sonríe cada vez que algún convecino, o viandante menos avispado, se despatarra sobre el asfalto y está a punto de besar el suelo. Piensa: Es un día magnífico para circular hilando sinónimos. Ayer conseguí un buen número gracias al frío. Hoy puedo hacer lo mismo a cuenta de la gruesa capa de hielo, pero no serán sinónimos de hielo, no, serán sobre las caídas que produce el hielo, veamos: caída, puede ser de la hoja, de la Bolsa, del pelo…, de cabello yo ando bien, todavía -y acto seguido se mira en la luna de un escaparate, luego se atusa los aladares y anda con más soltura y menos precaución-. A ver, continuemos: descenso, del ascensor…; prolapso, suele sucederle a las mujeres…; decadencia, de la sociedad, de un imperio…; bajada, de interés (eso está bien)…; recaída: o es que te caes dos veces o continúas enfermo…; tumbo…
Entonces Juan Despeño dio el primer tumbo de la mañana. Una baldosa levantada, que no vio, le hizo tambalearse como un tentetieso pero él, presumido por demás, logró enderezase como un junco tras ser acamado por el fuerte viento.
¡Uy -exclama para sí-, qué cerca he estado de darme una buena costalada! Como la señora esa de la acera de enfrente… Despeño no logra aguantar la risa. Las caídas han sido lo que más gracia le han hecho desde que era niño. Las caídas de los demás, no las propias.
Bien, sigamos, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí, los sinónimos! Culada, como la que acabo de presenciar; esa mujer, desde luego, si hubiera tenido nariz en el trasero se la habría machacado; costalada; pechugón; zapatazo; guarrazo; tozolada; revolcón; hocicar…
Con tanto sinónimo, con tanto mirar a uno y otro lado de la calle para ver cómo otros viandantes patinan sobre el hielo, Juan no se da cuenta del pequeño socavón que se abre bajo sus pies. Da un paso, pierde el equilibrio, sus piernas, muy largas, es como si se le anudaran y rueda por la acera aterrizando unos pocos metros más allá. Acaba empotrado en la boca abierta de una alcantarilla, de tal forma, que no hay modo de sacarle. Los usuarios del autobús, que aguardan en la parada cercana, rompen la fila para tratar de ayudar a aquel hombre que ha quedado hecho una uve frente a sus ojos. Unos le miran con cara de espanto; otros quieren ayudar, preguntarle cómo se encuentra, pero la risa no les permite abrir la boca por miedo a soltar una carcajada; otros, los más osados, asiéndole por los hombros, intentan desempotrarle de la voraz alcantarilla que no suelta su presa así como así. Juan pide con un hilo de voz:
- Déjenme. Por Dios, no tiren de mí. Creo que me he roto.
Alguien avisa a los bomberos. Estos llegan a los pocos minutos. Tras evaluar la situación, y los posibles daños, traen del coche un arnés que le pasan a Juan bajo los brazos, luego lo atan a su pecho, después lo sujetan al grueso tronco de un plátano centenario. Bien seguro el accidentado, dos bomberos fueron cortando con una cizalla de grandes dimensiones el hierro en torno a la boca de la alcantarilla. Una vez rescatado, los espectadores prorrumpen en vítores y aplausos dedicados al valeroso cuerpo de bomberos. Llega el autobús y, rápido, desaparecen todos los mirones. Sobre la acera helada, desplomado, aguarda Juan la ambulancia. El jefe de los bomberos que le han atendido le dice que se teme que tenga roto algo más que el traje. En soledad, mientras espera, continúa hilvanando sinónimos: he besado el suelo; menudo costalazo; quién me iba a decir que me apearía del burro por las orejas; creo que esto es algo más que la rotura del traje: estoy reventado, destruido, aplastado, partido, rasgado, herido, en carne viva, infecto, ¡¡¡coronel no sé qué, no siento las piernas!!! Creo que me estoy apagando…, pero, ésta, ha sido la mejor culada que he visto en toda mi vida…, si no se tratara de la mía.
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Nota.- Este relato pertenece al cuaderno titulado "Relatos para las cuatro estaciones" -en el apartado "Invierno"- y presentado en el Registro General de la Propiedad Intelectual el 16 de Agosto de 2005, al que correspondió en nº M-006286/2005, Resolución conforme con nº de asiento registral 16/2008/2297, de fecha 13 de Marzo de 2008. También está publicado en la página web:


Presentación virtual de mi último libro: "Palabras de tinta y Alma"