lunes, 24 de diciembre de 2007

Taccuino Sanitatis - Alimentos

DULCE VII
CUENTA DON LOPE GARCÉS...

Juana Castillo Escobar


Una vez acomodados en la mesa, frente a frente, Lope llama a los criados. Pide que les sirvan un refrigerio allí mismo, en los aposentos de Ramiro. Mientras son distribuidas las viandas: una fuente con frutas: ciruelas pasas, moras, higos, lonchas de membrillo y uvas, junto con almendras, avellanas y nueces; una hogaza de pan en rebanadas, formando cuencos donde les presentaron gran variedad de quesos curados, jamón, cecina de ciervo y jabalí, y carne asada de aves, él escancia vino en dos copas, alarga una hasta su hermanastro y, bien asida la suya entre ambas manos, después de oler el contenido, da un gran sorbo. Traga el líquido, fuego oscuro y denso como la sangre, con lentitud, sintiendo cómo le baja por el esófago que comenzó a arderle pero lo necesita para enfrentarse a su hermanastro. Después de pedir a los criados que les dejen solos, coge un puñado de almendras que come con placer antes de iniciar su relato. Se limpia los labios con el dorso de la mano, luego se mesa bigote y perilla y empieza a hablar:
- Desde que nuestro pad… -Lope deja la palabra en suspenso después de sentir la fría mirada de Ramiro, pero continúa de inmediato-: desde que pasaste a mi servicio tú me observabas, también lo hice yo. Eras, y aún sigues siéndolo, metódico, callado, atento, enigmático… Solitario…, aunque ya no tanto. Te acostumbraste a mí. Ambos nos acostumbramos a estar unidos. Por ello me pareció tan extraño ver cómo, de vez en cuando, parlamentabas en las caballerizas con Suero. ¿Recuerdas la primera vez que os vi?
- Sí, voto a bríos, bien lo recuerdo: el sobresalto de mi primo, el mío propio al verte allí, tus ojos inquiriendo respuestas, tu silencio tan profundo como el del mismo Suero. Pero nada dijiste. Tal y como fue tu llegada así nos dejaste: en un mutismo total.
- No deseaba inquietarte. Estábamos aprendiendo a conocernos y, pardiez, me resultó extraño tanto secretismo pero no quise que nuestra naciente amistad sufriera deterioro. Entonces me dije, ¿a qué preguntar? Seguiré a Suero. Él me dará las respuestas que busco. Y así fue. No aquella misma noche porque estaba seguro de que tú acecharías mis movimientos, dejé correr el tiempo, cierto que no demasiado...
Ambos se observan de frente, a los ojos. Ramiro pareciera leer a través de los ojos de su hermanastro; éste se frota las manos antes de continuar. Busca las palabras idóneas. Sentados uno frente al otro es como si se echaran un pulso con la sola fuerza de la mirada. Lope apura de un trago los restos de vino de su copa y se sirve de nuevo, chasca la lengua y paladea el caldo, Ramiro toma un racimo de uvas, lo encierra en su mano hasta casi despachurrarlo, luego arranca lentamente los frutos, los come y escupe las semillas sobre la mesa. Un par de palomas que pasean por el alféizar de la ventana vuelan hasta el interior para recoger las semillas y las migas que caen al suelo, luego deambulan por el cuarto sin ser molestadas ni por los podencos, que dormitan en un rincón, ni por los humanos, enfrascados en su plática.
- ¿Quieres continuar? –Pide con una brusquedad que, más que enfado es miedo.
Lope asiente, carraspea y dice:
- Una tarde, hará ya cinco años, seguí a Suero. Aproveché un momento en el que tú saliste de caza…, o no sé dónde, ya no lo recuerdo, con mi padre. Estarías fuera del burgo, al menos, una semana. Procuré no ser visto por él ni por tu familia. Sabes que soy un maestro a la hora de camuflarme…
- A veces –le espetó Ramiro-, porque otras eres un blanco certero.
- Sí, lo admito. A veces se me olvida que debo cuidarme de no ser herido.
- ¡Claro, si hay otro que puede serlo en tu lugar!
- Ramiro, lo lamento. ¿Hasta cuándo deberé agradecerte que me salvaras la vida? ¿Acaso me guardas rencor por ello? ¿Qué te ocurre?
- Nada, nada… Disculpa. No sé por qué lo he dicho. Estoy nervioso y no pienso. Sabes que te quiero como a un hermano…
Lope mueve la cabeza, asiente antes de añadir:
- En luengo camino y en cama angosta se conocen los amigos, y nosotros llevamos un largo recorrido a nuestras espaldas. No obstante quiero que sepas que jamás pretendí hacer mal alguno a tu familia, sentí curiosidad, es todo…
- Bien, bien, regresemos al asunto que nos conviene. ¿Qué sucedió? ¿Cómo los conociste? ¿Qué sabes de ellos?
- Sucedió que en aquella primera ocasión vi a tu madre. Comprobé su alegría al recibir tus noticias, cómo llamaba al resto de la familia para celebrar juntos la llegada de Suero. Bailaron, cantaron, hicieron una pequeña fiesta. En aquel momento sólo vi a tus padres y a Diego, el menor de tus hermanos. ¡Hasta el perro ladraba satisfecho! Regresé sobre mis pasos y esperé. Cuando vi a Suero camino del burgo me hice el encontradizo con él. Se sobresaltó. Se llevó la mano al pecho, supuse que bajo la camisa guardaba importantes noticias para ti. A pesar de su sordera es listo, muy listo… Intentó engañarme, pero logré sonsacarle cuanto me propuse y llegamos a un acuerdo: él debía decirme cuándo iba a volver con noticias. En la siguiente salida yo le acompañaría, de lejos. Antes de llegar a la cabaña intercambiaríamos nuestro cometido y personalidades: él me hacía entrega de tu escrito y era yo quien me presentaba ante tus padres. Y así se hizo. Para la ocasión vestí de paje, algo muy usado que encontré en el ropero del castillo, y me acerqué montado en el mulo que usa Suero. Antes de llegar a la cabaña vi, bajo un enebro, dos jóvenes escarmenando lana. Estaban de espaldas a mí. Me apeé de la montura y caminé hacia ellas procurando hacer el menor ruido posible. Mi intención no fue asustarlas, sino poder disfrutar de su imagen: sentadas junto al tronco, con sus cabellos dorados como la mies cayéndoles por los hombros, verlos moverse al compás de la brisa como los pendones en la batalla y sus manos abriendo las guedejas de lana con tamaña delicadeza… No vi la rama seca bajo mis pies, chascó con fuerza y yo casi perdí el equilibrio. Cuando me quise dar cuenta una de aquellas beldades blandía una espada que apuntaba directa a mi garganta.
- ¿Beldades? ¿Una de mis hermanas con una espada?
- Sí, Ramiro, sí. Saben defenderse y no quieras saber cómo ni cuánto.
- Pero, pero… Si Dulce, cada vez que escuchaba el sonido de los cascos de una caballería, iba a esconderse a la pocilga y no era capaz de salir de allí hasta que el visitante inoportuno abandonaba los alrededores. Es más, se embadurnaba en las heces de los puercos para que ningún hombre se acercase a ella…, para ser irreconocible.
- Las cosas cambian. ¿Cuánto hace que no vas a verles?
- Al menos cinco años, me tienes demasiado entretenido…
- Pues aquellas niñas son dos mujeres de dieciocho años que se manejan muy bien por sí mismas. ¡Ya sabían hacerlo después de tu última visita!
- Cuéntame, Lope, sigue contando.
- Bien, pues a punto estuve de perder mi cuello a manos de…
- ¿Justa?
- No, de Dulce. No hace honor a su nombre. Pelea como un caballero. Pelea como tú.
- ¿Llegaste a luchar contra ella?
- ¡Pardiez, por supuesto que no! ¡Si ni tan siquiera llevé mi daga! Cuando vio que iba desarmado me lanzó una rama de árbol, hubo unos instantes de lucha, pero me pudo casi sin esfuerzo. Acabó…, mejor decir, acabé recibiendo mandobles en el trasero hasta que llegamos a la puerta del chozo. Me presentaron a tus padres como el nuevo correo, pero eso no hizo que Dulce depusiera su aire defensivo. Tu madre leyó el mensaje, me dio agua y le pidió a tu hermana que dejase de apuntarme con el arma, pero ella no cejó en su empeño. Me mantuvo durante todo el tiempo que estuve con ellos vigilado. ¡Qué mujer!
- No me lo esperaba, voto a bríos, no me lo esperaba. Jajajaja, mi hermanita hermosa amedrentando a su señor don Lope Garcés. Jajajajaja -las carcajadas de Ramiro se expandieron por el cuarto y resonaron alegres-. ¿Qué hiciste?
- Nada, recuerda, yo era un simple correo, nada más… Un bobo, un don nadie…
El sonido de unas ruedas sobre el empedrado del patio dejó la conversación en suspenso. Ramiro se levantó, fue hasta la ventana y se asomó para ver quiénes eran los recién llegados. Sentados en el pescante iban sus padres, Bermudo y Sancha.
- Lope, es mi familia. Han llegado.
- Bien, ¿a qué esperas? Baja a reunirte con ellos. Pueden disponer de las habitaciones del ala sur, ya mandé que las preparasen.
- Ven, hermano, acompáñame.
- No, Ramiro, es vuestro momento. Yo…, ya los veré mañana, en el instante de tu nombramiento.
Ramiro miró a Lope con asombro.
- Pero, ¿por qué no has de acompañarme? No creo que Dulce te reciba con la espada en la mano-dijo Ramiro con sorna a la vez que esbozaba una amplia sonrisa.
- Tampoco yo lo creo, pero estorbaría. Mañana, mañana será la ocasión idónea para muchas cosas. Vamos… ¿A qué esperas? Ve con ellos.


Domingo, 9-XII-07 – 20,30 p.m.
Domingo, 23-XII-07 – 21,42 p.m
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martes, 20 de noviembre de 2007


Taccuino Sanitatis
Danza


DULCE VI
DE REGRESO AL BURGO


Juana Castillo Escobar



- Una mancha de vino en el mantel, señal de alegría es –exclamó Justa con voz cantarina.
- Eso dicen –respondió Bermudo-. Y yo añado: una mancha de vino en el mantel, desperdicio de santo líquido es.
Todos rieron. Alzaron los cuencos de madera que entrechocaron entre sí. En la cabaña reinaba la dicha. Bermudo, Justa, Sancha, Dulce, Nuño, Diego y Suero, brindaron por las noticias de las que este último era portador y quien, a pesar de su sordera, era capaz de seguir las conversaciones con la agilidad de una liebre.
Sancha, pletórica, se levantó de la mesa, tomó a Justa de las manos y, al son de un romance antiguo que la madre recitaba en voz alta, danzaron en medio de la cabaña. Pronto sonaron las palmas. Dulce corrió por el arpa, Nuño sacó el caramillo de su bolsa de cuero, de la que jamás se desprendía, Diego daba rítmicas palmadas sobre la madera de la mesa y Bermudo y Suero acompañaban entrechocando sus manos al compás de la música.
No era para menos aquella explosión de júbilo. Una dicha que le llevó a Sancha a sacar la única pieza que guardaba de su ajuar: un mantel ricamente bordado que fue de su madre, y antes de su abuela, y que guardaba como una reliquia. Un mantel que le traía a la memoria instantes de su vida pasada y que, según la misiva de Ramiro, era posible que recomenzase en breve. Bermudo, aun indeciso y perplejo, acabó sumándose a la fiesta.
La carta del hijo se movía por la mente de Sancha al compás de la música. Se le entremezclaba con los versos aprendidos de un juglar galaico-portugués que pernoctó tiempo atrás en los alrededores de la cabaña.


E-nas verdes ervas
vi anda-las cervas,
meu amigo.


Lope desea hacerme caballero. Y mi deseo sería teneros conmigo en un momento tan importante de mi vida.

E-nos verdes prados
vi os cervos bravos,
meu amigo.



Pero mis deseos no cuentan. Al menos éstos. No quiero ese nombramiento. Sólo me sentiré satisfecho cuando pueda estar con todos vosotros, olvidar mi vida de luchas y ser el guardián de mis hermanas. ¡Cuánto os extraño! Cuando regrese no conoceré a las niñas…


E con sabor d´elas
lavei mias garcetas,
meu amigo.

¿Sabes, madre, que fuiste adivina? En Lope, mi medio hermano, encontré un buen amigo, el mejor que pudiera nunca soñar. Pero… A pesar de mi lealtad hacia él, de mi cariño, puesto que lo amo como a un hermano, me es imposible revelarle el secreto de Dulce… ¡Al fin es hijo de quien es!

E con sabor d´elos
lavei meus cabelos,
meu amigo.

Sancha sonríe mientras baila. Sonríe al recordar el último párrafo del escrito de Ramiro. Sonríe al pensar en el secreto de Dulce mientras canta acompañada por Justa. Sonríe satisfecha mientras observa los cabellos dorados de sus dos hijas. Sonríe, porque dentro de poco todos estarán de regreso en el burgo, porque su castigo terminó, porque abrazará a sus padres y hermanos, porque se siente libre.


(1)Des que los lavei
d´ouro los liei,
meu amigo.

Una vez en el castillo Ramiro se apeó de la montura cuando ésta aún continuaba al galope. Entregó las riendas a uno de los pajes y cruzó el patio a grandes zancadas. Corriendo, su hermanastro trataba de seguirle los pasos. El futuro caballero atravesó el castillo y se encerró en sus aposentos. Lope entró poco después. Iba sin resuello. Cada vez que corría la fatiga lo dejaba exhausto. Se acercó a Ramiro y le asió por el codo para que dejase de mirar por la ventana y le mirase a él. Sus ojos eran dos interrogaciones y, como no podía hablar, su hermanastro inició la conversación:
- Tus secretos están seguros conmigo, me dijiste junto al río. Lope, ¿de qué secretos me hablas? ¿Qué es lo que sabes o crees saber?
Ramiro aguardó unos segundos para darle tiempo a Lope a tomar aire. Se desasió de la mano que lo sujetaba. Fue hasta el arcón, sobre él, en toda época, le aguardaba una bandeja que sostenía una jarra y varias copas. Sirvió agua fresca y cristalina en una de ellas y se la tendió a su medio hermano. Éste bebió con ansia. Se secó la cara con el dorso de la mano y después de suspirar dijo:
- Conozco cosas…, desde tiempos pretéritos conozco…
- ¿Qué cosas conoces? ¿A qué te refieres?
- Sé la historia a de Sancha, tu madre. Él me la contó poco antes de morir, fue cuando me pidió que te nombrase caballero y que tratara de corregir su afrenta levantando el castigo a tu familia. - ¿Harás qué…?
- Ya lo hice. Di orden al notario para que levantara acta de que tu madre, y el resto de tu familia, dejan de ser siervos de la gleba. A partir del instante mismo en el que estampé mi firma en ese documento pasaron a ser vasallos… Pueden regresar al burgo en cuanto lo deseen. Quise darte una sorpresa… Hermano, en ocasiones eres tan terco que no queda otra que responder tus demandas. Las sorpresas son incompatibles contigo.
- ¿Ellos vendrán? ¿Ya no están exiliados? Pero… No, no creo que regresen. Son demasiados años lejos… Acostumbrados a la vida del campo…
- ¿Qué temes en realidad?
- ¿Temer? ¿Qué tendría que temer?-La voz de Ramiro tiembla al formular la pegunta. Pasea de un lado a otro de la estancia como un perro enjaulado. Repite-: No tengo nada que temer. Nada. ¿Debería tener miedo por algo?
- Sí, quizá temas que a Dulce, tu hermana, esa muchacha tan hermosa, le suceda algo parecido a lo que le ocurrió a tu madre.
- ¿De qué me hablas?
De nuevo la voz de Ramiro tembló al formular su pregunta. Cerró los puños y puso los brazos tras la espalda; los nudillos estaban blancos por la presión y porque intentaba, por todos los medios, no descargar su furia contra Lope que respondió a su demanda con total tranquilidad:
- No quieras despistarme, Ramiro. Conozco a tu hermana… A tus hermanas… A toda tu familia.
- ¿Desde cuándo?
- Desde que enviaste el tercer o cuarto mensaje a los tuyos.
- De eso hace ya mucho tiempo.
- Puede que unos cinco años.
Ramiro frunció el ceño. Sus cejas formaron una línea oscura por encima de sus ojos claros. Lope sonrió al decir:
- No quieres que te hable de mi padre, don Sancho Garcés, como tu padre, pero en estos instantes eres como él: mandíbula adelantada, tus cejas se han convertido en una sobre los ojos, estás esforzándote para no descargar tu puño sobre mi cara, lo que hace que la tuya parezca como esculpida en mármol… Creo que eres su viva imagen, más que yo…
- Cuéntame todo lo que sabes y yo dejé de saber.
- ¿Cómo?
- Que me hables de mi familia, cómo pudiste llegar hasta ellos, ¿por qué te dejaron que vieras a Dulce? ¿Acaso ya no la guardan? ¿Ya no se esconde? En sus mensajes nada ponían al respecto… ¿Por qué no me hablaste antes de todo esto? ¿Por qué…?
- ¡Basta!, ¡basta ya! Desde el primer momento supe que no iba a conseguir darte esta sorpresa. Sentémonos y te contaré.


(1) Poema de Pero MEOGO – Poesía Galaico-portuguesa – Lírica española de tipo popular (siglos XIII-XIV). El poema está incompleto, yo sólo he añadido al texto una parte de él.

Domingo, 11-XI-07 – 21,50
Martes, 13-XI-07 – 15,30-16,03
Martes, 20-XI-07 – 21,38 p.m.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Un viaje al medievo - Continuación

Taccuino Sanitatis
Escena de lucha - Edad Media

DULCE V
EL RÁPIDO FLUÍR DEL TIEMPO

Juana Castillo Escobar


- Las palabras no significan nada, no son importantes, lo que marca son tus actos, y la coherencia de éstos con tus palabras –dijo Ramiro casi sin resuello.
Don Lope Garcés, su hermanastro, lo miraba sin pestañear. Diez años habían transcurrido desde el instante en el que se conocieron. Diez años en los que se hermanaron casi sin darse cuenta. Diez años de entrenamiento conjunto: clases de lucha, de esgrima, de equitación, de estudio… En fin, diez años de silencios en el scriptorium, diez años de galanteos, diez años de guerras y escaramuzas compartidas, en las que Ramiro salvó al hijo de don Sancho de morir asaeteado en un par de ocasiones, y que le sirvieron al siervo de la gleba para llegar a ser nombrado capitán de la guardia y, en breve, caballero.
- Sí, Lope, has de ser coherente en todo lo que hagas a partir de ahora. Recuerda de donde provengo, de una familia…
- Lo tengo en cuenta, Rodrigo. Aun a tu pesar, serás nombrado caballero. Es mi decisión y la de mi padre… La de nuestro padre antes de morir.
- Por eso no deseo…
- ¿Todavía le odias?
- No le odio, Lope. Lo que deseo es no deberle nada…
- Le debes la vida, ¿te parece poco?
- Que me dio a la fuerza. No fui engendrado por amor.
- ¿Acaso crees que él amaba a mi madre? ¿Qué yo fui engendrado por amor?
- Era su esposa…
- Por imposición. No. El amor siempre estuvo ausente de su tálamo, pero eran esposos, algo necesario para tener descendencia de buena cuna… ¡Bah, el amor sólo queda para los juglares!
Hubo un silencio. Ramiro recordó a su familia, la historia de su madre, a don Sancho Garcés a quien aprendió a admirar por su fuerza y coraje en la batalla, por sus dotes de mando, por ser un excelente adalid al que seguir sin pestañear, pero a quien no pudo amar como padre. Su padre era Bermudo de Toro, un artesano venido a menos pero, para él, un señor.
- ¿En qué cavilas?
- Nada, cosas mías.
- Te conozco, Ramiro, casi mejor que a mí y sé que algo no marcha bien dentro de esa testa. Di. Cuéntame.
- No deseo ser nombrado caballero, no deseo seguir luchando… Sólo deseo regresar al agro, junto a los míos.
- Mientes.
- No, no, no miento…
- Sí. Cuando mientes, como ahora, o algo no es tal cual tú lo deseas, no paras de frotarte el bigote con el índice. ¿Qué temes?
- No lo sé.
- Sí, sí lo sabes. Has vuelto a pasarte el dedo bajo la nariz. ¿Tan difícil es confiar en mí? Pensé que éramos amigos. Que los secretos entre nosotros no existían.
Ramiro tomó una gran bocanada de aire. Sintió cómo se le llenaban los pulmones de aquella brisa que anunciaba una pronta primavera. Miró al río. El Duero discurría rápido bajo sus ojos. Miró al cielo, los buitres leonados, con las alas extendidas, volaban en círculo sobre sus cabezas y lanzaban gritos tan agudos que hicieron que los caballos se encabritasen.
- Caminemos –pidió Ramiro.
Ambos jóvenes descabalgaron. Caminaron por la orilla del río, despacio, seguidos por sus monturas que llevaban bien asidas por las riendas. Ramiro tenía la mirada perdida, unas veces miraba al frente, otras al suelo…, de vez en cuando pateaba una piedra con la bota lanzándola varios metros por delante de ellos, o se agachaba y, tomando la piedra en sus manos, la lanzaba sobre la superficie del río haciéndola saltar sobre las aguas.
- Lope, no sé si sabré ser caballero.
- Lo eres… En ti es algo innato. Nuestro padre lo presintió nada más conocerte.
- No hables de tu padre como “nuestro padre”. No…
- Conforme. Lo dejaré estar. Pero, te pongas como te pongas, dentro de quince días, serás nombrado caballero en la iglesia de la Magdalena. Supongo que enviarás un mensaje a tu familia para que te acompañen en ese momento glorioso…
- ¿Un mensaje?
- Sí. ¿Acaso piensas que no conozco el hecho de que permaneces en contacto con ellos? ¿Qué no sé que Suero lleva tus correos?
Ramiro quedó clavado sobre la arena. Miró de frente a Lope. Sus ojos eran dos interrogaciones que su medio hermano se dispuso a desvelar de inmediato:
- Sé que nunca has olvidado a tu familia, que elegiste a Suero porque es tu primo, porque es sordomudo y porque te ha dado motivos fundados para que confiaras en él. No, no digas nada. Lo sé, no quieras saber cómo…
- ¿Qué más sabes? –Ramiro suelta las riendas de su caballo, sujeta a Lope por los hombros, lo zarandea hacia delante y atrás- ¿Qué más sabes?
- Muchas cosas… Pero no debes temer. Tus secretos están seguros conmigo. Yo siempre confié en ti, supe que jamás me apuñalarías por la espalda. Confía ahora en mí.
Ramiro soltó a Lope. Durante unos instantes lo miró de frente, luego subió en su montura y galopó hasta el castillo seguido de cerca por su hermanastro.






Madrid, jueves 1º de Noviembre de 2007 – 21,18 p.m.
Continuará...

domingo, 14 de octubre de 2007

En la Edad Media...

El Cantar de Mio Cid
DULCE IV

RAMIRO EN EL CASTILLO DE DON SANCHO GARCÉS

Juana Castillo Escobar




- Incluso el que menos te lo esperas podría ser otro hermano o hermana. Escúchame bien –pidió Sancha a Ramiro-. Ya pronostiqué hace años que en cualquier momento vendrían a buscarte, como así ha sido. Mantén los oídos y los ojos bien abiertos. No te des a conocer, pero intenta saber quienes son los que te rodean. Serás un buen soldado, paje, mozo de cuadras, mensajero, o…, cualquier cosa que pidan que hagas, hazla… -A Sancha le cuesta hablar, traga saliva antes de proseguir-. Serás bueno, lo sé. Y, si me quedo conforme en que te vayas con ellos, es porque dejarás de ser siervo, serás un cortesano; vasallo, sí, pero habitante del burgo. En cuanto puedas acércate al barrio de los menestrales y llévale este escrito a mi padre y este otro al padre de vuestro padre. Deseo que sepan de nosotros. No nos olvides.
- ¿Cómo podría olvidaros, madre, sois mi familia? Yo no deseo marchar de vuestro lado, os soy necesario…
- No te inquietes, tu padre y tus hermanos cuidarán bien de nosotras. Ahora, ve. Sigue tu destino.
Nuño apostilló tras las palabras de su madre:
- Aunque pastor, hermano, no temas. Soy fuerte. Ayudaré a padre. Los tres cuidaremos bien de las mujeres –en un susurro, para no ser oído por Flain, añade-: Recuerda que ya no soy ningún niño. Cumplí catorce años la pasada primavera.
- Y yo doce –añadió Diego con voz aún aflautada.
Dulce y Justa se despidieron del hermano la noche anterior. Permanecieron agazapadas dentro de la casa para no ser vistas por Flain y sus hombres.
Las palabras de Sancha resultaron premonitorias. Ocho años después del nacimiento de las niñas hubo una leva por todas las tierras de los alrededores. Los muchachos de catorce, quince y dieciséis años, como era el caso de Ramiro, fueron reclutados para formar parte de las milicias de don Sancho Garcés que necesitaba sangre nueva. Debía reponer las pérdidas habidas durante los últimos levantamientos. Sus hombres dieron la vida peleando contra los portugueses cuando el rey se enfrentó a éstos reivindicando El Algarbe y contra los ingleses en la cuestión de Gascuña. Don Sancho no dudó en apoyar al monarca en su intento de ocupar Algeciras. Siempre estuvo dispuesto para ir en auxilio de su señor, Alfonso X, rey de Castilla, aun a pesar de los serios quebrantos en la población meseteña que iba disminuyendo por momentos. Pero, era bien conocido el valor de las huestes de don Sancho y su cuidada instrucción.
Llegados al patio del castillo, Flain y sus hombres descabalgaron. El alguacil dejó su montura en manos de uno de los caballerizos y entró a dar cuenta a su señor de la batida. Arrogante, pisa con fuerza. Deja que salten tras de sí chispas de la punta de su espada al caminar cuando ésta choca contra el empedrado. Atraviesa algunas de las estancias hasta llegar a la enorme sala de los trofeos. Don Sancho, con una copa de cobre en la mano, mira por la ventana. Antes de que Flain pudiera decir nada, su señor le espetó:
- ¿Es todo lo que has conseguido?
- Todo. Apenas una docena de campesinos. Pero sabré domarlos. Son fuertes…
- ¿Fuertes? Algunos parecen galgos sarnosos.
- Pero son fuertes. Están acostumbrados a vivir a la intemperie, a trabajar de sol a sol. Aquí, bien comidos y con el adiestramiento oportuno, se convertirán en excelentes guerreros.
Don Sancho movió la cabeza. Su cara, encogida en un rictus que lo mismo pudiera ser de asco que de aburrimiento, parece tallada en piedra. Alza la mano derecha. Flain sabe que, con ese gesto, le echa de su lado. El alguacil, sin embargo, se acerca hasta el costado de su señor. Casi al oído, le dice:
- He traído a alguien especial.
Los ojos de don Sancho se entornan. Frunce el ceño y sus cejas, muy pobladas, se unen tanto que forman una línea oscura en lo alto de su rostro. Adelanta la mandíbula para que Flain continúe. El alguacil casi susurra:
- Entre los muchachos hay alguien a quien tal vez le gustaría conocer. Se trata de Ramiro de Toro.
- ¿Ramiro de Toro? ¿Por qué tendría gusto en conocerle? ¿De quién se trata?
- Tal vez, si os digo que es el hijo de Sancha de…
- ¿Sancha? ¿La hija del herrero?
- La misma.
- Tráelo de inmediato a mi presencia –ordena con voz de trueno.
Flain abandona la sala frotándose las manos. Camina deprisa. Cruza el patio y se acerca al grupo de jóvenes apiñados en uno de los rincones más lejanos. Son lo más parecido a un rebaño sin pastor: medrosos ante la llegada del lobo, en este caso enmascarado en la figura negra del alguacil quien, una vez junto a ellos, grita:
- Ramiro de Toro, acompáñame.
De entre ellos asoma el aludido que sigue al alguacil a buen paso hasta el interior de la fortaleza. Una vez en la sala, con voz engolada, Flain anuncia:
- Estás en presencia de tu señor, don Sancho Garcés. Arrodíllate, muchacho.
Ramiro se arrodilla, pero levanta casi de inmediato la cabeza. Tiene curiosidad por saber cómo es aquél que violentó a su madre, cómo es ese padre desconocido a quien odia hasta sentir el imperioso deseo de matarle en ese mismo momento y lugar.
Don Sancho se encubre en las zonas de penumbra, sólo es un volumen más en aquella sala repleta de cabezas de ciervos, jabalíes, venados y decorada con gruesos tapices con escenas de caza, arcones de madera oscura y una amplia mesa rodeada de sillas de respaldos altos y profusamente repujados. Desde su oscuridad observa al muchacho, iluminado por la luz de la ventana que irradia sobre él. Flain, al verle alzar la cabeza, no duda en golpearle en la espalda para que muestre respeto pero, la voz potente de su señor, rebotando contra los muros de gruesa piedra, le hicieron detenerse:
- Déjanos solos, Flain. Y no se te ocurra ponerle de nuevo la mano encima.
- Pero, señor…
- Vete. Quiero quedarme a solas con el chico.
- Ballestero malo, a los suyos tira –murmura Flain en un tono de voz suficiente como para ser oído.
- Tal vez tengas razón, pero creo que el muchacho es noble y no atentará contra mi persona.
Flain sale de la estancia rápido, tal como entró, masculla palabras ininteligibles. Va enfadado, mucho.
- Así que tú eres el hijo de Sancha de Toro…
Ramiro se levanta de un salto.
- No mencionéis el nombre de mi madre. Vuestros labios la ensucian con sólo hablar de ella.
- Eres valiente –dice don Sancho a la vez que sale de entre las sombras-, como ella.
Se acerca al muchacho, lo mira de arriba abajo. Quedó clavado en sus ojos, aquel azul turquesa… Tan iguales a los de ella. Ahora la recordó: con el cabello por debajo de las caderas, la corona de flores, el ímpetu de su resistencia y aquellos ojos azules que lo miraron más con desprecio y asco que con espanto en el momento de hacerla suya. Aquellos ojos que le perseguían cada noche afeándole su conducta, que lo señalaban, que le miraron de frente durante todo el tiempo que duró su ignominia.
- Creo recordar que tienes una hermana. No suelo prestar atención a ciertos hechos, pero Flain me dio la noticia del nacimiento de un monstruo.
Ramiro siente estas palabras como el picotazo de una avispa. Con un rápido movimiento quita la daga que cuelga del cinto de don Sancho y le pone la punta bajo la barba.
- A mi hermana tampoco la nombréis, ¿me oís? ¿Me oís? ¡Ni la nombréis! –Insiste empujando el filo hasta casi arañar la piel.
- Eres valiente, sí, por todos los diablos. Tienes coraje. Te admiro –luego, después de tragar saliva, añade-: Entrégame la daga no vayas a lastimarte.
Ramiro devuelve el arma a su dueño que la coloca en su lugar. Le mira con insistencia, con asco, pero con gran curiosidad. También a él le parece un hombre valiente. Otro en su lugar hubiera llamado a la guardia y él, un aldeano, un don nadie, en esos momentos, estaría tiñendo de sangre las baldosas de la sala.
- ¿Por qué queréis saber de mi hermana?
- Flain me la pintó como un monstruo del averno. ¿No acabó con ella tu padre?
- No.
- ¿Por qué?
- Mi madre no permitió que fuese muerta.
- Tu madre. Tu madre. Tiene más agallas que toda una mesnada.
- Sí, las tiene.
- Y, ¿entonces?
- Justa tiene ocho años. Es, a pesar de sus defectos, feliz. Yo la veo hermosa.
- ¿Hermosa? Flain contó barbaridades de ella.
- Bueno, una mano le nace en el codo, pero se las apaña bien con la izquierda. La cojera casi la tiene corregida. Bermudo, mi padre –al decirlo se le llena la boca, insiste-. Mi padre, que conoce bien el trabajo en cuero y madera, armó un aparato para la niña. Gracias a él se le modificó la querencia de la pierna y del pie a torcerse hacia dentro. Ahora camina, con dificultad, pero camina. Y su cara, a pesar de todo, es hermosa. Su voz es dulce…
- ¿No es ya tan horrible como Flain me la describió?
- Para mí Justa es un ángel y, a quien se le ocurra hacerle daño, quien ose acercarse a ella para mancillarla o asustarla, no tendré el menor inconveniente en quitarle la vida. Por Dios juro que quitaré la vida a quien le haga daño –lo dice mordiendo las palabras a la vez que mira de frente a su señor, sin miedo, sin vacilaciones.
- Te creo. Regresa al patio. Dile a Flain que te proporcione ropas limpias, aséate bien. A partir de esta misma noche pasarás a formar parte de la escolta que pernocta en el castillo. Quizá te nombre paje de mi hijo, don Lope Garcés, tu hermano.


Madrid, viernes 12-X-07 - Domigo 14-X-07
20,07 p.m.

martes, 18 de septiembre de 2007

El martes un cuento

Aspectos de la vida cotidiana en la Edad Media
Taccuino Sanitatis

El derecho de pernada


DULCE III

LA HISTORIA DE SANCHA
Juana Castillo Escobar

- Quiero que mi vida sea de esas que se inmortalizan en un libro.
- Madre –interrumpió Nuño entre bostezos-, ¿por qué queréis que se conozca esa historia que decís nos dolerá como aceros?
- Porque es de las que escriben los monjes en los monasterios. Lo quiero para que sirva de ejemplo. Lo quiero para que ninguna otra mujer sufra lo que sufrí yo… Lo que sufrimos vuestro padre y yo.
Los tres muchachos volvieron la vista hacia su padre que, muy erguido sobre el taburete, trataba de serenarse.
- Sí, fue una época dura y yo un cobarde… Un indeciso… Un cabestro…
- No te tortures, Bermudo, aquello pasó. Déjame que les cuente.
Bermudo movió la cabeza en señal de asentimiento, miró a los niños y cedió la palabra a Sancha que dio comienzo a su relato:
- Debéis saber, primero de todo, que tanto vuestro padre como yo no nacimos en esta casucha. Somos, fuimos vecinos del burgo de don Sancho Garcés, cercano a la ciudad de Zamora. Nacimos como ciudadanos libres. Nuestros padres, Garci y Nuño de Toro, eran hermanos. Apalabraron nuestro casamiento nada más nacer vuestro padre. A los cinco años llegué yo…
- Madre –inquirió Diego con su media lengua-, ¿y si no naces?
- Pues vuestro abuelo Nuño, mi padre, le habría devuelto la palabra a Garci y él tendría que buscar otra novia a vuestro padre dentro de la familia.
- Entonces yo no hubiera nacido…
- Deja de molestar, cabezón –cortó Ramiro- queremos oír la historia antes de irnos a dormir.
- Eso –aplaudió Nuño- cállate, cuanto más tarde madre, más tarde cenaremos y yo tengo el estómago encogido de hambre.
- No os peleéis –pidió Sancha con voz cansada-. Podéis llenar la escudilla con la sopa que hice de verduras y unos restos de carne. La dejé al fuego esta mañana. Comed mientras os cuento…
Bermudo se levantó. De un vasar tomó la escudilla de barro, la llenó casi hasta rebosar, repartió tres cucharas de madera a los niños y un mendrugo de pan de harina de haba para que cenasen. Él prefirió aguardar. Los muchachos se sentaron en torno al plato y empezaron a dar buena cuenta de él al tiempo que su madre proseguía con la narración:
- Si yo no hubiese nacido ninguno de vosotros estaríais aquí, es cierto, pero la historia hubiera sido la misma… Sí, la historia es la misma, sólo variamos los actores. Sois nietos de reputados artesanos. Mi padre es herrero. Vuestro tío y también abuelo, Garci, trabaja el cuero y la madera. Son respetados por el resto de los ciudadanos y sus trabajos de los más prestigiosos a muchas leguas a la redonda, al menos lo eran. Bien, a lo que interesa. Cuando cumplí quince años, de esto ya hace nueve, se celebraron nuestros esponsales…
Bermudo, que escuchaba a su mujer con la cabeza gacha, la alzó para añadir con voz entrecortada por la emoción y los ojos brillantes:
- Era la novia más hermosa de cuantas vi hasta aquel momento. Con la melena ondulada cayéndole hasta más abajo de la cintura, la frente coronada con una guirnalda tejida con flores y espigas, un traje de damasco que vuestro abuelo Nuño compró a un comerciante de Al Andalus, traído de Oriente… Yo ya la amaba, pero en aquel instante la quise aún más…
- No sé si sería o no hermosa…
- Madre, lo eres –exclamaron los tres niños casi al unísono-. Muy hermosa –apostilló el pequeño.
- El caso es que, acabado el rito, en medio del banquete de bodas, llegó hasta la casa don Sancho Garcés acompañado del alguacil Flain y una docena de hombres armados. Descabalgaron de sus monturas y se esparcieron por el patio. Don Sancho estaba ya algo bebido, llegaba de cazar algunos venados, o corzos, ni lo recuerdo… El caso es que pidió vino para todos, que se asaran más corderos, y empezaron a beber y a comer sin freno. Sus canciones obscenas acallaron la música de arpas, salterios y zanfoñas que los juglares portugueses, contratados por nuestros padres, tañían para acompañar sus cánticos. De pronto me vi arrastrada por don Sancho hasta el centro del patio, dancemos, gritaba desaforado, dancemos, es tu momento… Y no me quedó más remedio que bailar con él. Cuando me quise dar cuenta me llevaba sobre su hombro, corrió hasta la casa y me subió al dormitorio principal, el que mi madre y las mujeres de la familia habilitaron para nuestra primera noche…
- Y yo no fui capaz de hacer nada –prosiguió Bermudo al ver que Sancha se ahogaba-. Como un pelele vi caer, desde la ventana hasta mis pies, la corona de flores ya marchitas. Escuché desde el patio cómo le rompía las vestiduras, los gritos desgarradores de vuestra madre, su voz pidiendo auxilio, las risotadas del señor, sus frases obscenas que se escaparon a través de las ventanas del dormitorio, el coro formado abajo por sus hombres que trataban de alcanzar a algunas de las invitadas para desfogarse también ellos… En torno a mí, mareándome, me llevaban de un lado a otro las carreras de las sirvientas que huían de aquellas bestias desaforadas, ellas fueron también quienes se llevaron la peor parte… Todos los invitados callaron. Todos se fueron. Incluso yo me fui. Tomé del suelo la corona de flores y corrí, corrí, corrí hasta caer reventado a cientos de leguas de la casa. Anduve perdido durante meses. Regresé a su lado cuando hasta mis oídos llegó el rumor de que la exiliaban de la ciudad porque se encaró con don Sancho Garcés, nuestro amo. Me comporté como un villano. No sé cómo vuestra madre pudo perdonarme…
- Te perdoné porque te amaba, y te amo, porque tú sólo no hubieras podido hacer nada sino morir. En cuanto a mí la vejación sufrida me hizo fuerte –prosiguió Sancha-, pedí a mi padre que buscara un notario que diera fe de que mi esposo huyó el mismo día de nuestro enlace, que yo jamás yací con él…, algunos de los invitados y familiares me apoyaron con su firma A los pocos meses supe que estaba embarazada. Cuando di a luz fui al castillo de don Sancho y le presenté al recién nacido, su hijo. Esto le encolerizó y es por lo que fui exiliada del burgo. Dijo que, si tuviera que reconocer a todos los bastardos habidos en sus escarceos amorosos, le sería imposible darlos de comer. Me dijo que, o me exiliaba, o acabaría de meretriz para dar placer a la tropa. Huí del castillo… Entonces regresó vuestro padre, se hizo cargo de nosotros y juntos construimos este chozo y nos convertimos en siervos de la gleba. Pensamos llegar hasta la Extremadura, incluso más al sur, hasta Al Andalus, pero Flain nos persiguió como un perro acorralándonos como acorrala las piezas de caza. Dijo que estábamos exiliados pero que no por ello debíamos abandonar las tierras de don Sancho, nuestro único amo y señor. Que trabajaríamos para él estas cuatro tierras que nos cedió y de las que tenemos que entregar casi todo el fruto que nos proporcionan.
- ¿Ese niño…? –Preguntó Ramiro, el hijo mayor, con voz temblorosa-. ¿Qué fue de ese niño?
- Ese niño eres tú, hijo –le respondió Bermudo con orgullo en la voz mientras le oprimió con cariño el hombro.
- Lo mataré. Vengaré esta felonía… -gritó el muchacho puesto en pie de un salto. Sus hermanos menores lo miraban con asombro, sin entender muy bien todo lo que estaba ocurriendo.
- No, hijo, no vengarás nada –pidió Sancha con decisión-, al menos por ahora. Ya os dije que esta historia iba a doler, pero era preciso que supierais lo sucedido. ¿Entendéis por qué deseo que Justa viva? Ella, la pobre, no es agraciada. Tal vez se case en algún momento de su vida, tal vez jamás llegue a desposarse pero, si Dulce crece tan hermosa como promete, es seguro que alguien deseará hacerla su mujer. Si Flain aún vive para entonces puede pensar que se trata del desposorio de Justa y, como es fea y deforme, a nadie le interesará ser el primer hombre que yazga con ella. Nadie molestará en la boda de Dulce, ya que nadie sabe de su nacimiento, ni lo sabrán porque vosotros vais a guardarlas como si fueran joyas de inmenso valor. Vuestras hermanas podrán comenzar una vida sin sobresaltos. Además, nunca se sabe qué nos puede deparar el porvenir, y a ti, Ramiro, es seguro que en algún momento vendrán a buscarte para que entres a las órdenes de don Sancho y con esto quiero decirte que no sabes qué te espera. No lo sabemos, pero estando tú a sus órdenes nuestra vida puede ser que varíe, mucho.


Martes, 18 de Sepbre. De 2007 – 19,58 p.m. Continuará...

jueves, 13 de septiembre de 2007

El cuento de los lunes en jueves


DULCE
II
Juana Castillo Escobar

Se mordió los labios hasta que le sangraron los silencios. Nadie decía nada. Sancha se incorporó y miró la esquina del jergón. Sólo alcanzó a ver un bulto que no paraba de moverse y de emitir ligeros gorgoritos.
- Bermudo, ayúdame –rogó Sancha.
El hombre se acercó al jergón, sujetó a su mujer por debajo de las axilas y la ayudó a incorporarse. Puesta en pie miró a los niños, luego a su esposo, pidió:
- Llévame fuera. Tengo que adecentarme un poco –tragó saliva antes de añadir-: no toquéis a la niña. Cuando regrese y la vea ya hablaremos.
Bermudo llevó a Sancha junto al pozo, sacó agua, y se retiró algunos metros quedando de espaldas a ella. La mujer lavó bien sus partes, los muslos, las piernas, para quitar de ellas los restos de sangre, algunos ya secos y renegridos. Se secó con la camisa que llevaba puesta y se vistió con otra que se oreaba en el patio sobre una mata de romero florecido. Suspiró:
- Parece que habrá tormenta. El viento de la mañana ya lo pronosticó… Bien, volvamos dentro –Bermudo se dio la vuelta, la tomó por la cintura, y juntos entraron en la choza.
Ya en la casa Sancha se sentó en el jergón que previamente los niños apoyaron sobre el muro para que pudiera estar incorporada. Nuño, el segundo de los hijos, se hizo cargo de sostener a la recién nacida a quien, en cuanto vio que su madre parecía estar cómoda, se la entregó con un movimiento rápido, como si no deseara sostenerla mucho tiempo más.
A Sancha le temblaron las manos cuando empezó a desliar la camisa que le impedía ver a la niña. Antes de acabar dijo:
- A la primera le pondremos el nombre de Dulce. Esta se llamará Justa.
La dejó sobre sus rodillas. Luego la contempló durante unos minutos que se hicieron eternos. De nuevo se mordió los labios. Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas que, de un rápido manotazo, limpió. El silencio reinaba en la choza. Nadie, ni el perro, parecía respirar. Bermudo cogió un tocón de madera bien pulido que hacía las veces de taburete y lo acercó hasta su esposa. Sentado junto a ella miraba a la niña. Después de unos instantes empezó a decir:
- ¿Estás segura? ¿Crees que debemos ponerle un nombre? ¿Después de verla…? ¿No será mejor hacer lo que aconsejó Flain? Yo la llevaré al Duero…
Los ojos de Sancha lanzaron una llamarada, ardieron al mirar a su marido, él pareció acobardarse. Cogió a la niña y se la arrimó al pecho. Justa, entre gorgoritos, se prendió al pezón dando buena cuenta de su primer desayuno.
- Nadie osará hacerle daño –dijo Sancha mientras acariciaba la cabeza de la niña-. Vivirá porque así lo deseo.
- Pero, Sancha, debes ser práctica. Es una boca más… Y tú la ves…
- No, Bermudo, no. Esta niña vivirá. Mirad cómo se agarra a la vida. Ella salvará a su hermana, a todos nosotros, porque nos hace fuertes. ¿Qué tiene una mano que le nace en el codo? ¿Una pierna cuyo pie con seguridad no podrá mover? ¿Media cara que no se corresponde con la otra media? Me es igual. Para mí es tan hermosa como su hermana Dulce. Trae, Ramiro, dámela. Quiero verla bien.
El niño acercó a la recién nacida que dormía plácidamente en su regazo. Se la entregó a su madre que la apoyó contra su seno, pero Dulce continuó durmiendo sin apenas inmutarse.
- A ella le alimenta más dormir… ¡Que duerma, ya comerá! Y Justa es intocable, ¿me habéis entendido? In-to-ca-ble.
Hubo un silencio roto sólo por las gotas de lluvia golpeando sobre el tejado de pizarra y el sonido lejano de los primeros truenos. Sancha miró a Bermudo como pidiendo su aprobación. Él movió la cabeza en señal de asentimiento.
- Niños, acercad vuestros taburetes, ya es hora de que conozcáis una historia que, guardada, nos envilece más que si sois conocedores de ella. Quizá tú, Diego, mi pequeño, no lo entiendas… Y en cuanto a ti, Ramiro, no busco que en tu espíritu germine la semilla del odio, pero es preciso que hablemos. Lo que os contaré será suficiente para que comprendáis el por qué de mi decisión de que Justa Permanezca con nosotros… No es algo tomado a la ligera. Bermudo, Nuño…, es tan difícil hablar de ciertas cosas, más cuando sé que, a pesar de ser sólo palabras, dolerán como aceros.


Jueves 13-IX-07 – 16,31 p.m. - Continuará
...

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Un viaje al medievo



DULCE
I
Juana Castillo Escobar

La belleza era su mayor bendición, pero también su maldición porque de donde ella provenía, la servidumbre de la gleba, ser hermosa era más que un pecado, era casi una sentencia de muerte.
Dulce llegó al mundo acunada por el ábrego, templado y húmedo, y los desgarradores gritos de Sancha, su madre, que no hacía sino maldecir a Bermudo, su marido, incapaz de ayudarla. La mujer, recostada sobre un jergón de paja, parió casi como lo hacen las cabras: a cuatro patas y en soledad. Con un cuchillo mal afilado cortó por sí misma el cordón que la mantenía unida a la criatura, la envolvió en un burdo paño de estameña y la entregó a Ramiro, el mayor de sus hijos, un mozalbete de unos ocho años más competente que su padre y capaz de hacerse cargo de su hermana. Sancha le apremió:
- Dejé calentándose agua en el hogar. Saca un par de cazos, viértelos en la tina y lava a la niña. Cuando esté limpia me la traes –dicho esto la mujer se acostó en el jergón, sobre el suelo, ovillado el cuerpo, de espaldas a la lumbre para que le llegara algo de calor a los riñones maltrechos y doloridos por el esfuerzo.
El muchacho siguió las órdenes de su madre. Después de limpiar a su hermana, a quien hasta ese momento sólo consideró un amasijo de carne ensangrentada, se paró unos instantes a observarla. Era la criatura más hermosa que jamás viera. Recordaba vagamente el nacimiento de sus hermanos, pero ellos eran chicos y ninguno tan guapo como aquella niña que le sonreía mientras se le colgaba de uno de sus dedos. Quedó atrapado. In mente se dijo: “Seré tu valedor. Jamás, mientras yo viva, nadie osará hacerte mal alguno, lo juro”.
Ramiro entregó la niña a su madre. Sancha iba a darle el pecho cuando sintió de nuevo dolores de parto. Su cuerpo se convulsionaba con furia, los dolores, más agudos que los precedentes, le hicieron retorcerse como una culebra.
Diego, el hijo pequeño, de unos cinco años, entró corriendo en la choza. Gritaba con su media lengua:
- El a-gua-cil… Los soldados…
Bermudo salió a la puerta. En la lejanía, envueltos en una nube de polvo, Flain, el alguacil, y los soldados de don Sancho Garcés, su señor, trotaban hacia la choza. El hombre entró en la estancia, muy nervioso.
- ¿Qué haremos? –Preguntó frotándose las manos.
Sancha, entre espasmo y espasmo, logró balbucir:
- Ramiro, llévate a la niña… Escondeos en la pocilga… Flain no se asomará a ella… Si llora…, ponle un dedo en la boca… Que crea que es el pecho… Vamos… Y tú, Diego, sal fuera a jugar… No hables con esos hombres…
El niño se apostó junto a la puerta. Vio descabalgar al alguacil y los soldados y, aun a pesar de lo que le atraían los caballos, salió corriendo en pos de un viejo lebrel al que se dedicó a tirarle un palo muy gastado.
Cuando Flain entró Sancha cortaba ya el segundo cordón a la nueva recién nacida. El alguacil retrocedió pero enseguida se rehizo. Con voz de trueno y una risa sardónica espetó:
- ¡Qué puntual soy, no te quejarás! Ni que supiera que ya estabas pariendo… Ja ja ja ja. ¿No ha venido ninguna vieja a ayudarte? Me parece que Bermudo te sirve de poco.
El marido, aparentemente, sin inmutarse, cogió a la niña y la metió de inmediato en la tina en la que aún quedaban restos de sangre de la primera. La lavó bien y la secó con una camisa vieja de uno de los chicos que colgaba de una cuerda sobre el hogar. Flain pidió verla para levantar acta del nacimiento.
- ¿Cómo la llamarás? –Preguntó antes de mirar a la niña.
- Dulce, tal vez Justa… -respondió Sancha con voz que denotaba cansancio-. Aún no lo he pensado, tampoco he visto a la niña…
Flain abrió el paño que cubría a la criatura. Hizo una mueca antes de escribir nada:
- Creo, Sancha, que deberías pensar en tirarla a los cerdos… O ahogarla en el Duero. Esta niña no te servirá en absoluto –rió de nuevo, con una risa malévola-, piensa que has traído al mundo un monstruo. Cuando lleguen las malas cosechas y tengáis que repartiros las cuatro alubias que os correspondan, entonces será cuando pensaréis por qué no terminasteis con ella. Comerá como una más, pero el señor no os dará más grano por este…, por este engendro del diablo. Ponle el nombre que más te plazca. Creo que no vale la pena inscribirla.
- Es mi hija -gritó Sancha con todas sus fuerzas, pero Flain ya no le hizo caso. De un salto montó sobre el caballo y salió al galope seguido por sus soldados. Entonces Sancha cayó exhausta sobre el jergón.
Bermudo soltó a la criatura a los pies de su madre. Sacó agua limpia de un cántaro, llenó un pocillo de barro, y le dio de beber a su mujer que se movió con lentitud. Cuando Sancha volvió en sí miró a su alrededor. Los niños: Ramiro, cargado con la primera recién nacida; Diego, tratando de sujetar al perro; Nuño, el segundo de los hijos, llegado del campo de pastorear las cuatro cabras de la familia y Bermudo, su marido, hacían corro en torno al jergón. El padre movía la cabeza de un lado al otro como un péndulo. En los ojos de todos ellos Sancha pudo ver con claridad el horror que les provocaba el mirar a la segunda niña.

Martes, 4-IX-07 – 20,30 p.m.
Continuará...


lunes, 27 de agosto de 2007

Una imagen, un cuento

Desierto de Sonora

¿EL HOMBRE DE NEGRO?

Juana Castillo Escobar

El hombre de negro huía a través del desierto y el pistolero iba en pos de él… Las patas de los caballos se hunden en la arena aún caliente haciendo muy dificultoso su galopar. Sus ollares expulsan volutas de humo que, de inmediato, desaparecen en el aire denso de polvo, helador. La noche es clara. La luna, encargada de iluminar aquella inmensidad donde las sombras se alargan de forma inquietante y los gritos de los animales nocturnos más parecen los ayes lastimeros de los espíritus que vagan por las estepas que el ulular de coyotes y aves nocturnas, brilla en lo alto: ojo que observa la persecución sin parpadear, sin apenas inmutarse.
El pistolero, un hombre mal encarado, con cráteres recuerdo de la viruela enterrados en su piel curtida, aprieta los dientes a la vez que espolea a su caballo:
- Por los mil demonios del infierno, corre, maldito animal, corre –luego de imprecar a su montura, grita al hombre de negro que le lleva mucha ventaja-: y tú, hijo del mayor de los chacales, desmonta o dispararé. Aunque sea por la espalda juro que te descerrajaré un par de tiros.
Echa mano del colt y dispara al aire tres veces seguidas. El eco le devuelve el sonido magnificado. Hay desbandada de pájaros recién dormidos. El desierto se sacude del letargo nocturno. El caballo del pistolero se encabrita, trota sin freno, lo tira al suelo y huye. La cabeza del hombre se golpea contra una piedra lo que le hace perder la consciencia. Un hilillo de sangre mana y se abre paso a través de unos cabellos largos, algo grisáceos y aceitosos.
El sonido lejano de unos cascos se aproxima. Un hermoso semental tordo llega junto al herido, de él se apea el hombre de negro que tira con suavidad de las riendas de la montura huida poco antes. Después de atar los dos caballos a un tronco seco observa la situación, luego extiende su capa sobre la arena, levanta sin esfuerzo al pistolero y lo coloca sobre ella. Se descalza los guantes quedando a la vista unas manos blancas, de dedos largos y casi transparentes. Manipula el corte que, de inmediato, deja de sangrar. Observa al herido, aún inconsciente, y, sin mover los labios, mantiene con él un diálogo que más parece monólogo:
- Regresa a tu casa, con tus hijas… Te aguardan con impaciencia, a ellas les eres muy necesario… Yo tuve que venir por tu mujer y tu niño, su hora se cumplió… En cuanto a ti, no debiste verme, pero me ves… No te preocupes, me olvidarás igual que me olvidaste al enfermar de viruelas, cuando nos vimos por primera vez, tampoco entonces eras tú el elegido, sino tu hermano… Ya, ya lo sé, no soy tan horrible como me pintan… Tienes razón, no soy mala, cumplo mi cometido, sin más… Sí, en esta comedia que es el mundo me tocó representar el peor de los papeles, ¿o tal vez es el mejor? No lo sé, jamás me lo hubiera planteado… Pero tu hora aún no llegó, no debo llevarte conmigo y, por más que me persigas, por más que me dispares porque me odias, por más que desees matarme para morir tú, recuerda: soy, de entre todos los comediantes de este gran teatro, la actriz principal… Sin duda, la más odiada, pero la única que jamás morirá.


Madrid, miércoles 22 - jueves 23 de Agosto de 2007 - 13,36 p.m.



martes, 21 de agosto de 2007

Una foto, un poema

Foto de H. SCHATZ
No digas no
Juana Castillo Escobar


No digas no
Cuando sabes bien que
Los dos
Nos morimos por besarnos.

No digas no
Si sabes que
Los dos
Con sólo mirarnos nos amamos.

No digas no
Cuando sabes bien que
Los dos
Muriéndonos estamos.

No digas no
Cuando sabes que
Los dos
Soñamos por conseguir ese beso apasionado.

No digas no
Si sabes que
Los dos
Necesitamos la caricia de nuestras manos.

No digas no
Si sabes que
En silencio nos amamos.

No digas no
Cuando los dos
Deseamos ser algo más que hermanos.

No digas no
Cuando sabes bien que
Los dos
Somos amantes sin tocarnos.

No digas no
Si sabes que
Cada noche nos soñamos.

No digas no
Sabes bien que
Nuestros ojos hablan por nosotros sin hablarnos.

No digas no
Sé mi amor
Y terminamos…

Martes, 30 de Agosto de 2005 - 11,40 p.m.
Arreglos: Domingo, 20 de Novbre. de 2005 - 21,21 p.m.
Nota.- Este poema forma parte del cuaderno titulado "Amor callado, amor secreto" (Poemas para canciones). Registrado en Madrid el 1º de Diciembre de 2005- Núm. de Expediente: 12/RTPI-009387/2005.- Núm. Solicitud: M-008993/2005.-
Ref. Documento: /062133.5/05

lunes, 13 de agosto de 2007

Para empezar la semana, un cuento





EL INVITADO

Juana Castillo Escobar



Nada más despertar, se gira y lo descubre a su lado… Han pasado la noche juntos, su primera noche y, la verdad, no ha sido tan malo. Fernanda lo observa con renovada curiosidad. Allí, tumbado junto a ella, le parece de nuevo tan frágil, tan abandonado, tan triste…
Es divino, después del baño, de la cena abundante, de unos cuantos masajes, bien peinado..., todos somos, parecemos otra cosa, piensa Fernanda mientras sus labios dibujan una pícara sonrisa.
Sin hacer ruido se levanta de la cama. Envuelta en una bata de felpa muy usada, se acerca a la ventana. Mira a la calle a través de los visillos de organdí. Fuera la niebla no le permite ver más allá de la barandilla de la terraza. Un escalofrío le traspasa el cuerpo de pies a cabeza. Se gira hacia la cama. Murmura: Hiciste bien en venirte conmigo. ¡No quiero pensar qué hubiera sido de ti de pasar la noche a la intemperie! Verás lo bien que estaremos los dos juntos. Está visto que congeniamos, si no ¿de qué ibas a seguir aquí? Tan dormido, tan feliz, porque yo lo sé, se te ve muy feliz.
Mira de nuevo a la calle. El viento arrecia. La rama descarnada de un plátano de indias repica sobre el cristal de la ventana, pareciera que buscase cobijo también ella en la calidez del dormitorio. Fernanda mira al cielo, luego al termómetro que tiene en el exterior: Uf, cinco bajo cero. Hoy no pienso salir a la calle. Además, tengo un invitado… Y no necesito nada. Tengo provisiones suficientes para una semana. Frotándose las manos, que se le han quedado amoratadas por el frío, entra en el aseo. Tomaré una ducha antes de que se despierte. Quiero tenerle preparado un desayuno especial, vamos, algo que le haga quedarse conmigo para siempre. Como Fernanda que me llamo este no se me escapa. Es mío. Yo lo encontré así que no me venga nadie con reclamaciones. Soy feliz, feliz, después de años puedo decir que soy inmensamente feliz.
Fernanda entra en la ducha y canta bajo el agua, primero muy comedida, luego con fuerza. Es como si hubiera despertado después de años de vivir aletargada. Luego, va a la cocina donde prepara un suculento desayuno.
En el dormitorio, el durmiente se despereza. Lucha con las sábanas y bajo ellas hasta que consigue zafarse. De un salto deja atrás cama, mantas y edredón y vuelve a estirarse con parsimonia, con verdadero deleite. Se pasea por el cuarto, todo lo mira, todo le resulta extraño, al menos sus ojos es lo que indican: que el lugar no le es familiar. Un aroma, apetitoso por demás, hace que sus orificios nasales aleteen de puro gusto. Sale de la habitación sin apenas hacer ruido. Plantado en el quicio de la puerta de la cocina observa a Fernanda que le aguarda con un plato de porcelana en la mano, una sonrisa de oreja a oreja y una frase llena de amor:
- A ver, mi chiquitín, ya tienes tu comidita. Ven, gatito, ven… Por cierto, en cuanto desayunemos te bautizaré. Un minino tan bellísimo como tú necesita tener un nombre propio… Verás qué felices seremos…
Y el gato de angora corrió hasta las piernas de Fernanda, después de restregarse blandamente contra ellas, dio buena cuenta del desayuno.

Madrid, 10-VIII-07 – 21,30 p.m.





Más historias con el mismo comienzo en: http://elcuentacuentos.com/

domingo, 12 de agosto de 2007

Después del terremoto una reflexión

La Tierra tiembla, cruje, se despereza...
Animal herido, torturado, aguijoneado por las malas artes del hombre, se revuelve inquieta.
Madre dolorosa, que todo nos da, que todo nos proporciona, ha dejado de ser paciente y se queja, se revuelve contra sus hijos, maltratadores que no la respetan.

Domingo, 12-VIII-07 - 10,51 a.m. (Escrito una hora y cinco minutos después del terremoto)

viernes, 10 de agosto de 2007

Un poema para el viernes

El mendigo, 1645
Bartolomé Esteban Murillo


MENDIGO
Juana Castillo Escobar


Vagabundo por las calles,
Perdido en la gran ciudad,
Mendigo sin pedir a nadie,
Sólo admito, por caridad,
Las sonrisas amables
Que, amablemente, pocos me dan.

Vagabundo solitario,
Del negro asfalto, corsario,
Asfalto que convertí en mar
En el instante mismo
En el que me dediqué a mendigar.

Mendigo porque vivo en la calle,
Porque voy haraposo,
Porque duermo en un portal
Bajo la noche estrellada
Con la luna como igual:
Solitaria mendiga en un cielo
De hielo o de cristal.

Vagabundo solitario,
Del negro asfalto, corsario,
Asfalto que convertí en mar
En el instante mismo
En el que me dediqué a mendigar.

Soy mendigo porque quiero.
Soy vagabundo
Que camina solitario por un mundo
Tan hermoso y fiero.
Camino solitario
Por un mundo en el que no existe la piedad.

Vagabundo solitario,
Del negro asfalto, corsario,
Asfalto que convertí en mar
En el instante mismo
En el que me dediqué a mendigar.



Jueves, 1º de Sepbre. de 2005 - 21,15 p.m.
Corregida el sábado, 19 de Novbre. de 2005 - 12,32 p.m. Este poema forma parte del cuaderno casi inédito titulado "Amor callado, amor secreto" y que está registrado en Madrid.

sábado, 28 de julio de 2007

Tras las vacaciones, un hiperbreve

Venus ante el espejo, Velázquez

LA MIRADA

Juana Castillo Escobar


La mirada que le devolvió el espejo no era la suya, era la de él: situado a su espalda pareció taladrarla con aquellos ojos oscuros que tanto le atrajeron nada más conocerle.
El hombre avanzó despacio. Ella sitió su aliento en el cuello y un escalofrío le recorrió la espalda. Supo que sucumbiría ante sus encantos, sin remedio, en el mismo instante en que él se lo pidiera. Lo supo y no quiso hacer nada por cambiar el rumbo de la historia…
La mujer despertó sobresaltada, empapada en sudor, con el rostro aún cubierto de lágrimas.
Los primeros rayos de un pálido amanecer atravesaron la habitación, fueron a chocar contra el espejo. Ella se sentó en la cama, se restregó los ojos… Entre las nubes del sueño miró hacia la cómoda, la superficie del espejo, lisa como un mar en calma, estaba gris, muerta: la mirada que tanto le atrajo, que no era la suya, ya no estaba allí.

Puerto de la Cruz – Sábado, 21-VII-07 – 19,43 p.m.


viernes, 29 de junio de 2007

De estreno








El pasado 16 de Junio, en la sala "Aires" de Córdoba, tuvo lugar la presentación de este libro: "CREADORES III/CRIADORES III".

Entre más de un centenar de artistas de España, Alemania, Portugal, Brasil, Méjico, Cuba, Argentina, Francia, Mozambique, Isarael, Angola,

Rusia, tengo el honor de encontrarme. Participo en este volumen como: Pintora, poetisa y cuentista.

Es mi deseo compartir con todos vosotros, amigos que me visitáis la alegría de este nacimiento que, aunque se trata de un "nacimiento por encargo", léase, previo pago de su importe, no por ello me resulta menos querido.
Espero que disfrutéis con la lectura del relato y del poema y que, mis balbuceos como pintora autodidacta, os resulten agradables a la vista.


La mina
Juana Castillo Escobar

Todas las mujeres de la comarca, las pupilas entenebrecidas, aguardan nerviosas, en silencio. Una de ellas mira ausente, el cabello encanecido por las pavesas que vuelan y nublan el cielo del valle, más sombrío de lo habitual. La bocamina exhala grises volutas. Desde su veta reventada aún llegan los estertores de la explosión. Al cabo, empieza el movimiento: las cestas suben ahítas de espectros envueltos en mugre, sangre, sudor y muerte.
Ella busca con ansia a su recién estrenado marido. La pena le rasga las entrañas, que ya no están vacías. Él no aparece. Alucinados, los trabajadores que pueden hacerlo por sí mismos huyen del pozo. Otros, salen sobre las espaldas de sus compañeros. Y, otros, son transportados en pedazos dentro de las carretillas.
El llanto, el clamor de las mujeres ante la masacre, crece y se difunde a través del bosque renegrido y solitario. Ella, enloquecida, cree oír fragmentos de diálogos, conversaciones grabadas en su mente que le hacen llorar de rabia, dolor, desesperanza e impotencia. Dejemos el valle -le pidió no hace mucho-. La mina cerrará. Moriremos con ella. Mujer, hablas de lo que no entiendes. Yo soy feliz aquí. La mina está a pleno rendimiento. En sus entrañas hay… ¿Por qué no le respondió a tiempo? ¿Por qué dejar las cosas para una mejor ocasión? Ahora es tarde para decirle: En mis entrañas crece tu semilla, pero no conoces ni conocerás su existencia. Das por hecho que no entiendo nada de nada porque soy mujer. Pero supe desde siempre, desde la noche negra de los tiempos, que la mina en todo momento cobra su tributo, no mira a quién le pasa la factura ni la cantidad de sangre que recolecta. ¡La odio! Es cierto que la mina lo da todo, pero también lo absorbe todo. ¡Ogro que se alimenta de carne humana! ¡Siempre fue mi rival! ¡No ha parado hasta hacerte suyo pero, mi hijo, no lo será jamás! La mujer, con el cabello cubierto de pavesas, abre sus ojos del color del plomo derretido. Con ellos encharcados mira a su alrededor: el espectáculo es dantesco ante él decide emprender su camino a la ventura y la libertad. Irá lo más lejos posible de la mina, en busca de un cielo luminoso bajo el cual criar a su retoño.


Son los ojos

Juana Castillo Escobar


Son los ojos dos espejos
Por donde se nos escapa el alma.
Son los ojos dos cerezos
En los que nuestra fruta está colgada.

Son tus ojos y los míos
Dos lagunas en calma.
Son tus ojos, cielo mío,
El lugar en el que reposa mi alma.

Dos espejos son tus ojos
En los que me veo reflejado.
Son tus ojos los cerrojos
Con los que me tienes encerrado.

Son tus ojos y los míos
Dos sabios que charlan.
Son tus ojos y los míos
Dos palomas que se abrazan.

Dos luceros son tus ojos
Que alumbran en tu cara.
Son tus ojos dos luceros
Que al brillar dan esperanza.
Son tus ojos y los míos
Dos amantes que se aman.
Son tus ojos y los míos
El huracán y la calma.

Son tus ojos y los míos
Dos espejos que se encaran.
Son tus ojos, cielo mío,
Donde se te refleja el alma.





Nota.- Si estáis interesados en ver el vídeo de la presentación id a: http://www.youtube.com/watch?v=s3JR4OrKmUA

http://www.youtube.com/watch?v=vFtrsZ_aKjU

sábado, 23 de junio de 2007

Un poema para el día de San Juan

Anochecer en el Puerto de la Cruz, Tenerife



LA MAÑANA DE SAN JUAN

Juana Castillo Escobar


La mañana de San Juan
Te pedí que saliéramos
Juntos a pasear
Por la orilla de la mar.

Por la orilla del mar, mi niña,
Juntos paseamos los dos.
Cogiditos de la mano
Hacíamos un hueco al amor.

La mañana de San Juan
Juntos salimos a pasear,
Cogiditos de la mano,
Por la orillita del mar.

Era tu risa, mi niña,
Tan clara como la mar,
Y tus labios, tan jugosos,
Que sentí la necesidad
De besarlos ardoroso…

Y me invité a besar tu boca, niña,
En la orilla del mar,
Una mañana embrujada,
La mañana de San Juan.

Nada más comenzar a reír, mi niña,
Te besé con pasión, y tú, asustada,
Quisiste huir de mí cual potrilla desbocada.
Corrías, saltarina, niña,
Por la orillita de un mar en calma.

Por la orilla de la mar
Te pedí
Que saliéramos a pasear
La mañana de San Juan.

Cuando te alcancé, niña, pude conseguir
Robar de tus labios otro beso,
El segundo que te pedí.
Un beso con sabor salado como la mar.

Sueño ahora con los besos que te di
A la orillita del mar
Cuando, solos los dos,
Jugábamos a amarnos
La mañana de San Juan.


Jueves, 25 - Domingo, 28 de Agosto de 2005 - 13,49 p.m.
Nota.- Este poema forma parte del cuaderno, inédito en parte, titulado: "Amor callado, amor secreto". Registrado en el Registro de la Propiedad de Madrid. Núm. Expediente: 12/RTPI-009387/2005 Núm. Solicitud: M-008993/2005. Ref. Documento: 12/062132.4/05. Fecha: 1 de
Diciembre de 2005. Hora: 11,59.

lunes, 18 de junio de 2007

De regreso al Cuenta Cuentos






LA HABITACIÓN DEL DESEO
Juana Castillo Escobar

La habitación del deseo aguardaba tras de aquella puerta cerrada. Desde niña llamó mi atención cada vez que, junto con mis padres y hermanos, visitábamos el viejo caserón de la abuela.
Debí comenzar este relato, cuento, escrito, o como queramos llamarle, con una variante de esa frase: la habitación de mis deseos, de mis anhelos, de mis interrogantes, del misterio… Porque, para mí, aquella habitación cerrada a piedra y lodo, era un acicate para mi fantasía, siempre viva y dispuesta a ver cosas donde no las hubiera, a inventar historias, a buscar explicaciones a lo que no las tenía.
Recuerdo que los veranos, durante los meses de descanso, cuando el colegio cerraba sus puertas y nos trasladábamos al pueblo, en el viejo caserón mis sueños eran especiales: siempre estaban llenos de magia y ternura, de hadas y duendes, de hermosas princesas y valientes caballeros capaces de vencer dragones, ogros y seres inmundos, sólo por conseguir los favores de su amada. Todos estos personajes vivían para mí, al otro lado de aquella puerta, dentro de la habitación cerrada a la que nadie daba ninguna importancia y yo, en cambio, rendí culto desde los años más tempranos de mi niñez.

-… toc, toc, toc.
Golpeé con los nudillos sobre la puerta de cuarterones gruesos y negros. Hasta mi nariz llegó el aroma a cera con la que la abuela pulía muebles, puertas y todos los objetos de madera de la casa, suelos incluidos. No obtuve respuesta. Llamé con más fuerza, con insistencia… La puerta giró sobre sus goznes, sin hacer ruido, y quedó entreabierta ante mis ojos expectantes. Avancé un par de pasos, después reculé y volví a mi posición inicial en el pasillo: un hálito frío me envolvió al abrirse la puerta, un olor a moho, naftalina y flores muertas se escapó de aquel cuarto condenado. Fue algo parecido a lo que sentí al entrar en una iglesia del norte: frío, miedo y humedad; era como zambullirme en un bosque húmedo y helador pero que me atraía como canto de sirena.
- ¿Hay alguien? –Pregunté con un hilo de voz cuando conseguí avanzar de nuevo. Metí la cabeza por el hueco de la puerta, bien asida al tirador de bronce, con una mano, y a la madera del dintel con la otra. Repetí mi pregunta-: ¿Hay alguien ahí?
Hubo un siseo. Noté como si corriesen seres minúsculos por el fondo del cuarto. Mis ojos se fueron acostumbrando poco a poco a la oscuridad del interior, me pareció adivinar la figura de una mujer vestida completamente de blanco, de la cabeza a los pies; también distinguí el respaldo de un sillón enorme, su silueta me recordó al trono del padre de “La Bella Durmiente” y que yo estaba harta de ver dibujado en mi libro de cuentos. Había muebles apilados, estantes, un aparador enorme con un espejo cuya luna era de color negro y, sobre la cual, el polvo dejó una pátina blanca borrada a retazos y en el que adiviné el reverbero, más que ver, de un fanal con flores secas.
Entré. El corazón galopaba en mi pecho, era un potro joven y desbocado, pero, por eso mismo, no le hice ningún caso. La puerta se cerró a mi espalda sin apenas hacer ruido. Respiré profundamente, para apartar el temor… Lo que hice fue atraer el polvo hasta mi nariz lo que me llevó a estornudar de forma ruidosa al menos cinco veces seguidas. Entonces escuché una vocecilla que dijo a mi lado:
- Salud y bienvenida.
Di un respingo. Me puse en guardia: hacía karate en el cole y, de forma inconsciente, abrí las piernas, flexioné las rodillas, y alcé mis brazos en actitud defensiva.
Hubo risas, de nuevo noté carreras en el interior de la habitación, sentí un revoloteo en torno a mi cabeza. Oí con total nitidez junto a mi oído:
- No somos tus enemigos, Betty. Todo lo contrario…
- ¿Dónde…? ¿Dónde estáis? ¡No os veo! ¿Quiénes sois? ¿Cómo sabéis mi nombre?
Las preguntas salían de mi boca a borbotones. Los brazos dejaron de taparme la cara. Puesta en jarras miré en derredor. Entorné los párpados para intentar ver algo más. De pronto se encendió una lucecita sobre mi hombro. Giré la cabeza: a la altura de mis ojos revoloteaba ¿una mariposa de luz? ¿Qué era aquello? Un cuerpecillo sonrosado sostenido por unas alas transparentes, nacaradas, que despedían destellos irisados a su alrededor.
- Hola… ¿Quién…, quién eres?
- Pues…, en realidad…, nadie…
- ¿Cómo puedes ser nadie? Vuelas… Hablas… Brillas…
- Ahora sí, pero es gracias a ti.
- ¿A mí? ¿Por qué?
- Por atreverte a traspasar la puerta.
- ¿Sólo por eso?
- Sí. Has sido muy valiente.
- ¿Valiente al entrar en esta habitación?
- Sí. Hace años que no nos visita ningún niño. Sabemos que estáis en la casa. Os oímos gritar a la hora del baño. Nos encanta escuchar vuestras risas… Pero no veníais a vernos…
- ¿Veros? ¿A quienes? ¿Sois más?
Entonces aquella mariposa de luz se hizo un poco más grande. La vi mover la cabeza asintiendo.
- Pero…, pero… ¡Eres un hada! –Logré exclamar entre balbuceos.
- Sí.
- ¿Y no tienes nombre?
- No. El último que me pusieron se me olvidó. Además, cada niño que traspase la puerta deberá bautizarme de nuevo. ¡Cada uno tiene sus gustos!
- Bueno, entonces te llamaré… Espera que lo piense… Te llamaré… Hada de Luz. ¿Qué te parece?
En lugar de responder su brillo se acrecentó. Fue como si, de repente, se hubieran encendido todas las estrellas del cielo para iluminar una noche oscura. Sonreía. En su carita redonda, de luna llena, brillaban sus ojitos negros, dos bolitas de azabache en medio de unas mejillas sonrosadas.
- ¿Vives aquí sola? –Le pregunté.
- Sí y no –fue su respuesta que me llegó acompañada por un guiño pícaro.
- No entiendo.
- Yo vivo en ese fanal –dijo a la par que se volvía hacia la cómoda, enorme y oscura y me lo indicaba con su dedito-, entre esas rosas desecadas. Pero hay duendecillos que viven entre las juntas del parquet, hadas que van y vienen, viven en el mundo exterior porque han encontrado una salida a través de ese cristal roto del ventanuco que está en lo más alto del techo. De vez en cuando tenemos visita…
- ¿Visita? ¿Quién os visita?
- La dueña de la casa. Viene aquí a descansar. A veces se sienta junto a la ventana, en ese sillón enorme, se queda transpuesta y luego, digo yo, viene también a inspirarse…
- ¿A inspirarse?
- Sí, de vez en cuando la vemos escribir. Nosotros revoloteamos a su alrededor y nos sonríe…

Ese era mi sueño de niña. Un sueño persistente, con ligeras variaciones, que me duró hasta bien entrados los once años.
Luego llegó la pubertad. Con ella cambios y complejos. La habitación continuaba siendo la misma: una puerta cerrada tras la cual crecían mis deseos. Deseos de crecer, de hacerme mayor, de convertirme en una joven delgada y bonita, alguien capaz de interesar a un caballero y que éste estuviera dispuesto a darlo todo por mí.
Murió la abuela.
Dejamos de veranear en el caserón. Hubo una época en la que mis sueños se fueron esfumando como la bruma después de una mañana de niebla.
Mis hermanos se casaron.
Crecí. También mis complejos pero, al final, encontré a alguien que me quiso, como me dijo la abuela antes de dejarnos: “Serás feliz. Llegará alguien que te quiera por lo que vales, por lo que eres y no por cómo eres, eso le dará igual. Haz caso de una vieja que te quiere y conoce bien”.
He sido madre. He vuelto al caserón de la abuela, en el que ahora vive mi madre, con mi marido y mi hija. La puerta de la habitación de los deseos continúa cerrada, ¿acaso importa? María, nuestra hija, con su media lengua pregunta: “¿Qué hay detás?”, entonces yo me siento en la mecedora, la acurruco junto a mi corazón y le cuento historias que por la noche, y cuando nadie me ve, escribo sentada en el viejo y enorme sillón de la abuela. Hada Luz me acompaña para iluminar los momentos en los que la inspiración se vuelve esquiva.
La habitación del deseo está al otro lado de la puerta de la fantasía, pero no necesito traspasarla, ella viene a mí cada noche. Es una cita no acordada a la que no falto por nada del mundo.

Madrid, 18 de Junio de 2007
19,01 p.m.

Más relatos con la misma frase ver en: http://cuentacuentos06.spaces.live.com/?owner=1

Presentación virtual de mi último libro: "Palabras de tinta y Alma"